Hace unas semanas, en medio de la tensión de la protesta y el hambre, un admirado amigo hacía una pregunta en Facebook: “¿Cómo hacen para sobrevivir?”. Ruego disculpas si no eran las palabras exactas, pero sé que era este su sentido.

No es fácil para las mayorías en Venezuela resistir psicológicamente el maltrato y la humillación permanente a la que nos somete la dictadura. Los que padecemos sus agravios sabemos bien que es cuesta arriba no parar en loco, deprimido o amargado. Son muchos los que han tendido a ser indiferentes, a una vida reducida al mínimo, a la sola supervivencia. Todo este ambiente infernal es el que ha llevado a las estadísticas de hambre, violencia y emigración ¡nunca vistas en nuestro país!, por lo menos desde Gómez para acá, y muy especialmente al gran sueño que terminen de irse los principales culpables de este desastre. Al final, cada quien tiene su respuesta a tan importante cuestión, pero en mi caso está en las pequeñas cosas de la vida diaria, en especial el compartir con la familia y refugiarme en mi biblioteca personal. A continuación dedicaré algunas palabras abusivamente autobiográficas sobre los libros.

Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) decía que una casa sin libros era como un cuerpo sin alma. Sin duda, así lo pienso, pero quizás se podría agregar que un hogar que tiene la suerte de dedicar todo un cuarto o espacio donde las paredes sean tapizadas con estantes llenos de textos es el lugar perfecto para vivir. Es sin duda el “castillo” del cual hablaban los británicos (creo) al referirse a la vivienda de cada persona por más humilde que sea. Ese fue mi sueño desde que el hábito de la lectura se me hizo similar al respirar y comer por allá cuando tenía entre 12 y 13 años.

No fui un lector precoz, es decir, no empecé a devorar textos desde que aprendí las primeras letras (a los 6), aunque sí leí tiras cómicas e incluso a Julio Verne cuando cumplí 9. La bibliofilia comenzó gracias a dos eventos fundamentales (aunque estos a su vez se vieron reforzados por otros): el primero fue ver a mi hermano Clemente Enrique tener varios libros en su mesa de noche, los cuales me comentaba a medida que avanzaba en su lectura; y el segundo: tener acceso diario a una gran biblioteca (más de 6.000 títulos).

Nunca olvidaré que los primeros que le vi leer eran la colección de Historia Universal de Isaac Asimov bellamente editados por Alianza Editorial. Cuando él no se encontraba en casa yo los leía, y esto fue un momento de revelación al encontrar las respuestas a tantas dudas y al deseo de saber más cada vez que veía una película o serie de TV relacionada con la historia, en especial la famosa serie francesa de dibujos animados Érase una vez el hombre.

En los libros estaban todas las respuestas (o casi todas), solo era cuestión de conseguirlos, acumularlos ordenadamente y dedicar la vida a leerlos.

Había nacido una pasión, una forma de vida, un modelo a seguir. Mi hermano me enseñó que era algo bueno –¡y era un deber y una responsabilidad!– ser una persona preocupada por su formación, pero que incluso se disfrutaba con cada nuevo conocimiento. El saber contenía también una belleza con rasgos claramente místicos, tal como aprendí de Carl Sagan con su serie de TV Cosmos (1980), en la que –entre tantas maravillas– nos relata cómo en la antigüedad la biblioteca de Alejandría poseyó probablemente más de 1 millón de libros (rollos), donde estaba sistematizado todo el conocimiento de su tiempo. Esta acumulación tenía como fin conocer la armonía y el orden que explicaban el funcionamiento de todo lo existente.

Una biblioteca es un medio para iluminar nuestra inmensa ignorancia, más aún si son tiempos en los que la mentira y el error avanzan sin freno. Pero en mi casa no había más de 100 libros (casi todos novelas) y una enciclopedia Barsa en unos estantes en un pasillo; de manera que tuve que buscarlos en otro lado. Al vivir en un anexo de la casa de mi abuela tuve acceso a la gran biblioteca (con textos de derecho e historia) de su esposo, de manera que mis tardes después del colegio las pasaba leyendo y conociendo la ubicación de cada título que me atrajera. Cada nuevo libro que leía me llevaba a otros, y al conocer el orden de la biblioteca podía consultar autores y textos relacionados con mis búsquedas. El estar rodeado de libros, en un ambiente de soledad y silencio, me hacía sumamente feliz. Contemplar cada lomo es soñar con proyectos por realizar, porque cada lectura es compartir los anhelos y angustias de otro ser humano en otro tiempo.

Al descubrir mi interés la familia me regaló algunos, pero yo también los compraba haciendo ciertos sacrificios. Empecé con una primera clasificación (historia y ciencia) ocupando una parte de la pequeña biblioteca del pasillo. Y como ya no me interesaban los juguetes, los libros pasaron a ser junto con mi ropa y mi cama mis únicas posesiones. En mi primera mudanza tuve un gran cuidado en transportarlos, fue como llevar un valioso tesoro. Al pasar los años fue creciendo gracias a donaciones de amigos y familiares, pero nunca pasó de un mueble en un pasillo. Fue solo en los últimos tiempos que tengo casi tres paredes tapizadas de libros, pero no un lugar cerrado totalmente. A lo largo del día, cuando tengo unos minutos libres o espero por algo, repaso con la mirada los títulos soñando con el momento que podré leerlos, o de haberlos leído rememoro lo mucho que disfruté con sus historias. Me deleito también con la clasificación que he establecido y, como buen coleccionista, con las “joyas” que después de mucho buscar pude obtener. Es en verdad un refugio donde no logra entrar la barbarie que nos rodea, y si se lo permito es solo para diseccionarla a la luz de las teorías que me ofrecen tantos autores.

El poseedor de una biblioteca tiene en ella un templo para leer, escribir, contemplar y meditar. Le permitirá adquirir las fuerzas y la inteligencia para resistir estos tiempos, porque tal como dice el himno de la Universidad Central de Venezuela, será una “casa que vence las sombras”.


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