Hace dos semanas en esta misma columna hablé sobre la biblioteca como refugio, ante la terrible y desesperante catástrofe que padecemos en Venezuela por culpa de la dictadura castrochavista. Ahora quiero volver al tema de los libros en nuestras vidas, debido a una experiencia que me ha generado una fuerte impresión. La misma se relaciona con la pasión que describí en la anterior entrega; esa pasión que nos lleva a acumular libros en la búsqueda del conocimiento, pero que a la larga puede generar algunos problemas. Una biblioteca bien cuidada y con excelentes textos es un lugar soñado por los bibliófilos, pero también ocupa espacio, atrae polvo y hongos (algunos dañinos para la salud), y cuando su dueño llega a viejo (o muere) la familia no sabe qué hacer con ella y aquel maravilloso mundo termina por ser abandonado. Ante este hecho me pregunto: ¿cuántas bibliotecas se están perdiendo en este momento sin poder ser heredadas por personas que las valoren y disfruten? ¿Cuántas casas que están quedando vacías en Venezuela (por la fuerte migración que padecemos) poseen libros que ya nadie podrá leer?

En estos días descubrí que a las afueras de una vieja quinta de los tiempos fundacionales de San Bernardino (Caracas) había decenas de libros tirados como “basura” en la calle. Me detuve a ver y había buenos títulos, y una persona me dijo que no los estaban botando sino que se habían metido en la casa unos ladrones y no habían logrado robárselos. No era la primera vez que entraban a saquear y seguramente ya estaban planeando su invasión, tal como viene pasando en nuestra ciudad.

Ante mi deseo de admirar la vieja arquitectura pedí permiso para entrar a la casa y al pasar la puerta veo que hay libros tirados por todas partes e, incluso, había un cuarto en la primera planta en el que estos te llegaban a las rodillas como una especie de inundación bibliófila. Creo que los ojos se me humedecieron y no paraba de pensar o decir: “¡no puede ser! ¡esto es un crimen!”.

La casa estaba siendo desmantelada poco a poco, ya no quedaban las piezas de los baños ni de la cocina, y cuando vieron los estantes con libros se llevaron los primeros e incluso acumularon varios tomos en una esquina y les prendieron fuego. Yo recordé esa escena terrible de la película Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966) en la que los “bomberos” le aplican un lanzallamas a un piso lleno de textos. Tenía a la barbarie una vez más frente a mí. Al subir a la segunda planta seguía el caos: se repetía la misma escena, aunque un cuarto todavía estaba intacto con estantes y libros que incluso hacían doble fila, pero la humedad y los hongos los tenían bastante dañados. En algún momento del pasado imagino que se habían ido los hijos y el dueño había dado rienda suelta a su bibliofilia ¿o bibliopatía?

Poco a poco he ido averiguando la historia. Se trataba de un profesor de Derecho de la Universidad Central de Venezuela con una gran diversidad de intereses intelectuales, que logró reunir más de 10.000 libros. ¿Dónde está el límite entre la pasión por el conocimiento que encierran los libros y la sola adoración del objeto que deseamos acumular como una especie de enfermedad? Todo buen bibliófilo debe estar alerta ante la bibliopatía, aunque creo que hoy en día con los ebooks podemos no temer que el papel nos ahogue o enferme físicamente.

Al ver la que he llamado “la casa de los libros” he pensado mucho en que eso no debe pasar con los míos, que debo ser sencillo y solo tener los que el espacio y la edad me permitan. Saber desprenderme de ellos para que otros puedan disfrutarlos, pero especialmente debemos identificar de manera inteligente a quién dárselos. Es doloroso ver cómo muchos emigrantes venezolanos están entregando sus “tesoros” a bibliotecas que no son capaces de incorporarlos a sus colecciones. En este sentido, yo propongo darlos en vida a entusiastas pupilos o advertirle a la familia que se los entreguen cuando hayamos fallecido. Nunca olvidaré una vez que mi querido y siempre recordado amigo Abraham Quintero (QEPD) me dijo que lo único que le preocupaba de morir era el destino de sus libros. Puede sonar exagerado, pero entendible en una persona soltera y sin hijos, y con una gran pasión libresca.

He leído y conocido muchos testimonios de prisioneros que afirman que el leer era una de las pocas formas que tenían para aliviar el dolor de la libertad perdida. Al caminar por las calles de Caracas me he topado con mendigos que leen, en especial hay uno que tiene una cama debajo de un viaducto y al lado de ella más de una decena de libros que siempre está leyendo en total concentración. Pienso en todas esas casas que acumulan de manera insensata miles de tomos que van siendo carcomidos por el ambiente, pienso en la felicidad que darían a tantos venezolanos que hoy viven soñando con la libertad.


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