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“Cuando me asomé a tus labios, 

un rojo túnel de sangre”                    

(Manuel Altolaguirre)

Desde luego que no vamos bien encaminados hoy, en algunos centros educativos de Cataluña cuando revisan las bibliotecas infantiles. Por lo visto y leído en la prensa (Javier Marías, “Señores antiguos”, El País Semanal, Nº 22; 28 de abril de 2019) a alguien se le ha ocurrido adecuar los cuentos para niños a los tiempos modernos confundiendo la ficción con la no ficción y mezclando, como suele decirse, churras con merinas. Ahora, ciertas escuelas catalanas, que Javier Marías cita en su columna, esconden libros clásicos de la infancia porque podrían herir sensibilidades.

Así, cuentos como La Bella Durmiente o Caperucita Roja se ocultan a los ojos de los niños para que estos no lean ni sepan las desagradables historias que allí se narran. Los responsables de esta censura particular consideran primordial su sociedad ideal sin mancha y no desean otra cosa. Vamos, algo parecido a tratar de poner puertas al campo. La literatura sí que es la libertad. La lucha por la igualdad de estas instituciones biempensantes olvida una de las caras existentes en el mundo real y debe de creer que el destierro de la maldad y el dolor de un relato literario ayuda a educar a los niños, cuando la educación surge precisamente de la renuncia, del esfuerzo y, desgraciadamente la mayoría de las veces, de sufrir y pasarlo mal; lo cual no es deseable.

Queriendo esquivar la intolerancia o la crueldad, pasan –sabiendo o sin saberlo– a formar parte de la estupidez más absurda y fea: la ignorancia


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