Escribo estas líneas antes de conocer el balance de las jornadas del 22 y 23 de febrero, pero con la seguridad de que habrán sido memorables por verdaderamente buenas, bellas y justas en sus motivaciones, manifestaciones y propósitos. Allí confluyen razones de humanidad e, ineludiblemente, razones políticas: de principios e institucionales.

Sin negar el valor de las reflexiones que advierten contra el riesgo de politizar la ayuda humanitaria, es fundamental advertir también sobre el origen del lado verdaderamente oscuro de esa conjunción: la terrible conducta gubernamental, manifiesta en la terca negación de la emergencia, su inescrupulosa instrumentalización política de la escasa y costosa provisión de alimentos y medicinas esenciales, y su abierto bloqueo de iniciativas y canales de entrada a la asistencia, exigencia nacional e internacional formalmente visibilizada desde finales de 2016 a partir de la difusión de la memorable carta del cardenal Pietro Parolín, secretario de Estado del Vaticano. En suma, el gran impedimento, notablemente materializado en estos días en los obstáculos físicos desplegados en el puente Tienditas y en las decisiones en materia de tráfico fronterizo, marítimo y aéreo, ha sido el régimen que no solo bloquea la entrada de ayuda, sino que la convierte en lema de guerra contra su propio país.

Se trata de un régimen desprestigiado y seriamente sancionado, significativamente desconocido, cada vez más aislado y poco respaldado por quienes adentro y afuera consideraba aliados incondicionales; estos últimos, a partir de vínculos fundamentalmente utilitarios y cada vez peor servidos por el régimen venezolano, han ido haciendo sus cuentas: de los compromisos comerciales y financieros incumplidos,de las consecuencias –en exigencias de solidaridad y en corrupción– de la supuesta cooperación, de la inseguridad que promete la improbable continuidad del régimen.

Conviene insistir en que las sanciones focalizadas de Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y los demás países del viejo continente que se les han sumado no son la causa del desastre, han sido muy  posteriores al derrumbe económico y su levantamiento no lo detendría sino que le daría más aliento. Tampoco a las más recientes sanciones sobre las operaciones con Pdvsa puede atribuírseles el desastroso estado de la economía venezolana y su impacto social, mucho menos la escala de la emergencia humanitaria compleja que padecen hoy los venezolanos. En cambio, muy anterior y de consecuencias muy graves ha sido la pérdida de recursos por la ineficiencia y el despilfarro, pero muy especialmente por la corrupción en todas las modalidades imaginables, no solo en  negocios y negociados que van dando a conocer las investigaciones de la Asamblea Nacional y de instituciones financieras internacionales, sino en  operaciones de supuesta cooperación convertidas en fórmulas de enriquecimiento ilícito destructoras de instituciones y gobernabilidad; así lo ilustran, notablemente, los casos de Nicaragua y Haití.  Valga recordar una vez más la perversión inicial del genuino sentido de la cooperación que comenzó en octubre de 2000 con el oneroso e inescrutable Convenio Integral de Cooperación con Cuba, devenido rápidamente en instrumento útil para prácticas injerencistas sin precedente en su descaro y extensión.

Ahora, la articulación del movimiento nacional e internacional para contribuir a enfrentar la emergencia venezolana es una oportunidad de oro para dar contenido humano a la política, sin separar lo uno de lo otro. Es mucho lo que en ese sentido, y en el más amplio de la genuina protección de los derechos humanos, hay por hacer internacionalmente en el desarrollo integral del principio de la Responsabilidad de Proteger. En este ámbito, el de la protección de los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho, la traumática experiencia de Venezuela debe servir para el fortalecimiento de la capacidad de respuesta internacional: para hacerla oportuna, coordinada, pertinente, eficaz y no contraproducente, por acción o por omisión.

En cuanto a la cooperación internacional, la superación de la crisis venezolana supone contar con la ayuda para la emergencia, pero también con el genuino y transparente ejercicio de la cooperación, reembolsable y no reembolsable, que el país requerirá para su reconstrucción. Lo que urge es totalmente distinto a lo que en los últimos 20 años promovió el gobierno venezolano para sostenerse a toda costa, politizando para su beneficio la solidaridad, la asistencia y la cooperación. Hoy se necesita construir verdadera cooperación internacional orientada a la atención a las necesidades materiales e institucionales del país, indispensables para la recuperación de oportunidades de salud y  educación, trabajo y productividad, seguridad y calidad de vida  para los venezolanos. Esa cooperación ha de ser abundante en todas sus modalidades, en condiciones favorables, manejada con procedimientos y balances escrutables, sin ocultamiento de lo que al país interesa y lo que a sus contrapartes impulsa.

Y de regreso a lo más inmediato, la reunión de mañana del Grupo de Lima en Bogotá será una oportunidad, en todo sentido, para hacer el balance del trecho andado en la atención a la emergencia y para avanzar en el compromiso de actores clave para cooperar con los venezolanos en la creación de condiciones para la construcción y el sostenimiento de la democracia en Venezuela, dos empeños complementarios, inseparables para llegar con las garantías necesarias al momento electoral y seguir adelante. De ello, las jornadas del viernes y el sábado quedarán como hito memorable y evidencia incontrastable de humanidad, solidaridad y empeño político constructivo de los venezolanos, dentro y fuera de su país, acompañados por ciudadanos, grupos, organizaciones y gobiernos del mundo.


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