El aeropuerto estaba situado en la margen izquierda del caño Manamo que en idioma warao significa dos, de numeración, uno, dos…

Una densa hilera de plantas de moriche orlaba la ribera del mítico brazo deltáico y las tardes eran festivas y cromáticas celebraciones y danzas de inauditos crepúsculos. Indescriptible en una palabra.

El inminente despegue de la aeronave proyectaba múltiples destinos simultáneos, tal vez 30 o 50 regiones transparentes y, hasta ese momento desconocidos, lo cual hacía suponer que los abstractos viajantes-pasajeros se disponían a vivir una experiencia babelizante y vertiginosa antes de partir. A la hora de la salida: las 00:00 GTM el cielo mórbido y encrespado se posó sobre la aeronave y con él un tapiz apocalíptico y sobrecogedor que erizaba la piel de los viajantes. Los cientos de ojos impávidos se atraían como imanes en la incertidumbre, el desconcierto y el desasosiego del hipotético advenimiento. A la nada en punto, hora arriba señalada una voz prorrumpió en medio del helado pasillo del avión:

―Señoras y señores: lamentamos decirles (informarles) que el vuelo 1224 de Tobe Delta Air International sufrirá un leve retraso en su hora de salida motivado a una lluvia ácida de polvo solar que en estos instantes se precipita sobre toda la desembocadura de la región atlántica. Rogamos, en virtud de esta contingencia, sepan disculparnos. ¡Muchísimas gracias!

Seguidamente las bocinas del pasillo de la aeronave hicieron mutis y de inmediato una fina hebra letárgica de música melancólica se extendió por entre las caracolas auditivas de los presentes alcanzando los últimos confines del cerrado espacio de la nave. La lenta y espesa música lo iba invadiendo todo; la zozobra, el azar, la aprehensión, el temor, la incipiente desesperación; todo quedaba envuelto por ella, hasta la «tercera orilla del río» que bordeaba, literalmente, el aeropuerto deltáico. Todos hablaban para sus adentros; unos más otros menos se sumergían en un monólogo alucinante que estallaba en el interior de sus hirvientes imaginaciones. Como si cada mente de cada viajante labrara en hierro candente su epitafio por adelantado. Súbitamente, alguien abrió la puertecilla de la cabina y leyó en voz alta y temblorosa unos salmos en lengua extraña pero inteligible. La fina y azulenca lluvia inédita que golpeaba la superficie del avión era probablemente un mensaje cifrado en enviaba un wisidatu a los hombres de las aguas. Los viajantes escuchaban impertérritos el salmo macabro que atribuía la pertinaz lluvia al Jebú del reino de las aguas. La lluvia era el metalenguaje que anunciaba el hundimiento del delta. Repentinamente, en el tablero de la cabina de la aeronave se encendió una luz imperativa que ordenaba despegar de la pista. La orden era inequívoca: había que alzar vuelo en los próximos segundos. El avión, al fin, se elevó raudo y enigmático por entre la tormenta eléctrica y el denso colchón de polvo solar que nublaba el horizonte. Justo en sobrevolando Boca de Serpiente la aeronave estalló en una cegadora bola de fuego que se precipitó al fondo del río Orinoco. Nunca jamás nadie pudo dar cuenta de ello y ni un trazo de evidencia podía reflejar aquel «accidente» hubiese sucedido.


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