«Detrás de un hombre triste hay siempre una mujer feliz, decía la canción de Chico Buarque. Detrás de un pueblo feliz hay siempre un hombre responsable. Son los estadistas. Sin ellos, la felicidad vuelve a ser una utopía. La realidad, un infierno»

A Héctor Schamis

Una de las grandes tragedias que asola a la modernidad es el desfase aparentemente irremediable entre el descomunal desarrollo de las ciencias exactas y su fabulosa acumulación de progreso tecnológico, comparado con el estancamiento y retroceso en el avance de las ciencias sociales. Mientras cada día aumentan las fronteras del universo cognoscible y el hombre se atreve a aventurarse, por ahora, al conocimiento y exploración de nuestro sistema solar –el establecimiento de colonias terrícolas en Marte está en proceso, y ya se trabaja en lograrlo y se adelantan fechas, el año 2023, para darle inicio­­­–, el conocimiento de las fuerzas que mueven el comportamiento humano y determinan los ciclos históricos y las interrelaciones causales intersocietarias permanecen en el más oscuro  laberinto de nuestras aspiraciones. Ese décalage entre conocimiento científico e ideología, entre razón y emotividad, entre azar y determinaciones, ocupa nuestros más íntimos espacios.

El conocimiento de las ondas gravitacionales del universo ha dado lugar a la concesión del último Premio Nobel de Física. Mientras, las ondas gravitacionales del comportamiento social permanecen en el más impenetrable de los arcanos. ¿Por qué las sociedades se mueven como acompasadas tras los delirios que suelen apoderarse de sus multitudes, arrastrando a o dejándose arrastrar por sus élites? ¿Qué explicación darle a la onda expansiva –por cierto: un término propio de las ciencias exactas, no de las ciencias sociales – del populismo que asolara a América Latina luego de la abrupta caída del socialismo soviético, la fundación del Foro de Sao Paulo y el asalto al poder del teniente coronel venezolano Hugo Chávez, que inaugurara un ciclo hegemónico sobre la región, al extremo de conquistar los gobiernos de Venezuela, Ecuador, Perú, Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Bolivia, hasta alcanzar incluso la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos? ¿Qué fuerzas antagónicas le pusieron fin y abrieron el ciclo contrario: la emergencia y consolidación de gobiernos liberales en Brasil, Argentina. Chile y Perú? ¿Qué particular dinámica o dialéctica de los vaivenes cíclicos apunta al ocaso de dichos gobiernos liberales y permite presagiar como un hecho casi consumado la emergencia de gobiernos nuevamente populistas y autoritarios en México, con López Obrador, en Colombia con Pietro y en Brasil, con Lula da Silva?

Pareciera como que a las pandemias propiamente biológicas –el sida, el ébola, la peste negra– correspondieran pandemias ideológicas: el terrorismo, la insurgencia, el nacionalismo, el populismo, el comunismo, el fascismo. Son fenómenos tan impredecibles y sus causas tan desconocidas, que el más profundo conocimiento de la psicología de masas, las necesidades de dominio y sojuzgamiento, la experimentación y uso de mecanismos de sometimiento, que permitieran, particularmente luego de las terribles experiencia vividas bajo el terror del nazismo y del fascismo europeos de los años veinte, treinta y cuarenta, no han logrado controlar.

Me eduqué bajo los postulados y principios de la llamada Teoría Crítica alemana o Escuela de Frankfurt, que de la mano de Theodor Adorno y Max Horkheimer hiciera del estudio de la personalidad y las causas y orígenes del comportamiento autoritario su leit motiv. Ninguno de esos extraordinarios trabajos de investigación –La dialéctica de la IlustraciónBehemothLa personalidad autoritariaLos orígenes del totalitarismoEl espíritu de la utopíaRazón y Revolución–, surgidos como reacción al espanto totalitario y bajo el propósito de contribuir a la emancipación de la sociedad y el sujeto alienados, terminan por entregarnos la clave del totalitarismo y la fórmula mágica para impedirlo o domeñarlo. Estamos en el terreno inaccesible de las determinaciones ancestrales, aquello que Joseph Conrad llamara el corazón de las tinieblas, la oscura pervivencia de la barbarie como última ratio de la civilización y la cultura. Un sustrato psicosocial que irrumpe y explota bajo las condiciones más insospechadas, arrasando de un solo y brutal movimiento de masas con todas las certidumbres, acuerdos y seguros establecidos por las sociedades en tiempos de sensatez y sosiego.

Tampoco tenemos claras las circunstancias de emergencia de esos tiempos de sensatez y sosiego. Siempre los más productivos y germinales alcanzados por los hombres tras tiempos de incontrolable conmoción y delirio. Mucho más atractivos y fascinantes a la conciencia especular de las masas que los tiempos de paz y quietud. Adormecedores, quietistas, aburridos. Cuando la barbarie retrocede, las pulsiones destructivas y tanáticas se ven dominadas por el eros del entendimiento y la creatividad y los instintos civilizatorios, germinales ganan su secreta o abierta batalla. Lo que sí parece evidente es que dichos tiempos, encauzados en ciclos de mayor o menor perdurabilidad, son evidentemente los más deseables y auspiciosos, los más gratificantes, si bien no los más reconocidos y aceptados. Ni muchísimo menos de segura estabilidad. Suelen ser frágiles e inestables, como si una perversa y demoníaca atracción hacia la devastación, la mutilación y la muerte ganaran la batalla. Como lo asegurara Freud al nivel más íntimo y profundo de la conciencia, Eros y Tánatos, y Hobbes al de la multitud inconsciente: bellum omnia contra omnes, la guerra de todos contra todos como fundamento final de la relación entre los hombres. No ha logrado ser superado tras cuatro siglos de haber sido anunciada como ley rectora del comportamiento social de los seres humanos. La guerra, la devastación y la muerte continúan siendo nuestra última frontera.

He vivido o presenciado varios períodos de esos ciclos social regenerativos, felices a la conciencia inmediata de los hombres, deseables vistos a la distancia de las grandes crisis a las que sucedieran y superaran hegelianamente, pero aparente o realmente susceptibles a su descalabro y dramático final: el milagro alemán de la posguerra, la transición española a la muerte de Franco, la democracia venezolana luego del desalojo de la dictadura de Pérez Jiménez y la transición chilena como resultado de la derrota electoral de la dictadura militar.

Hoy vivo el extremo opuesto: el hundimiento en los abismos de la irresponsabilidad, la falta de autoridad, el caos y la ruina. Cuando los más lúcidos claman por una figura responsable y oportuna, firme, templada y sensata. ¿Existe?

Lo único cierto e indesmentible es que tras todos esos ciclos de grandes crisis excepcionales surgieron esas figuras responsables, capaces de corporeizar la sensatez de sus pueblos, dotados de una visión histórica de largo plazo, poseídos de auténticas, soberbias y magníficas ambiciones, pues antes que apostar, como cualquier político del común, a las próximas elecciones, pensaron en lo que podía esperarles a las próximas generaciones. Eran estadistas.

En la Europa de la posguerra, desde luego Winston Churchill, Charles De Gaulle, Konrad Adenauer, Aldo Moro. Bruno Kretzky, Willy Brand, Olof Palme. En la España de la transición, Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo. Y la determinante figura del rey Juan Carlos. En Portugal, Mario Soares. Una pléyade de grandes “hombres responsables”, inspirados por su indestructible amor a sus patrias y decididos a impedir el descarrilamiento de los esfuerzos por recuperar al continente y a sus respectivos países de los traumas de dos guerras mundiales, causantes de horrorosas devastaciones y muertes sin par. Baste señalar, amén los desastres de las dos guerras, saldados con decenas de millones de muertes, el Holocausto y la Guerra Civil Española. ¿No es milagroso que tras esa primera mitad de siglo plagado de cadáveres surgiera la Europa unida del Mercado Común y la Unión Europea? Ante el Brexit y los enconos del separatismo catalán, ¿está Europa más allá de las querellas y los desatinos que en el pasado siglo provocaran dos conflagraciones mundiales?

En el Cono Sur surgieron también grandes hombres, responsables y sensatos, de inolvidables ejecutorias, en América Latina, así el desgaste del tiempo y la ingratitud e irresponsabilidad ancestrales de sus pueblos comiencen a hacer mella en sus legítimos laureles. Pues la estabilidad institucional no parece estar entre las primeras prioridades y querencias de nuestros países: Patricio Aylwin y Ricardo Lagos, en Chile. Raúl Alfonsín y Mauricio Macri, en Argentina. Fernando Henrique Cardoso, en Brasil. Rómulo Betancourt y Rafael Caldera, en Venezuela. Pepe Figueres y Oscar Arias, en Costa Rica. Andrés Pastrana y Álvaro Uribe Vélez, en Colombia. Tuto Quiroga, en Bolivia. Y hoy, al frente de la OEA, Luis Almagro. Menciono a la primera línea de nuestros estadistas contemporáneos. Algunos aún en la brega, comprometidos en los ardores y desencantos del combate y por lo mismo aclimatados al silencio y el bajo nivel.

Allí están. No deja de ser sorprendente, que en donde reinan grandes y graves crisis orgánicas, como en Venezuela, esos grandes hombres hayan hecho mutis, hayan muerto o se encuentren encarcelados. Pienso en Antonio Ledezma, en mi modesta opinión posiblemente el único estadista venezolano vivo. Experimentado y vigente. Y me reservo algunos nombres que quisieran especular con sus apellidos vinculados a héroes del pasado, pues temo que de grandes hombres no tengan más que sus apellidos. En ellos podría estar el trágico desenlace de sus naciones, como en México, en Brasil, en Colombia. Perfectamente al borde de esa puerta de estabilidad y liberalismo, que según el analista argentino Andrés Oppenheimer podría estar a punto de cerrarse ante nuestros ojos.

Detrás de un hombre triste hay siempre una mujer feliz, decía la canción de Chico Buarque. Detrás de un pueblo feliz hay siempre un hombre responsable. Son los estadistas. Sin ellos, la felicidad vuelve a ser una utopía. La realidad, un infierno.


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