Hondo desencanto nos induce esa reiterada y desapegada tendencia del venezolano a despotricar de sí mismo y de su entorno social, político e institucional, como si no hubiese mejor alternativa al sentimiento de frustración que momentáneamente nos envuelve como nación.

Es válido desahogar las penas que padecemos bajo esta estampa doliente del país en ruinas no solo en lo material, sino también en lo moral; lo que no podemos es persistir en ello, dándolo todo por perdido y no hacer nada, como sugieren algunos. Sin duda hemos perdido empuje afirmativo en la escena hispanoamericana, somos una comunidad extraviada en los desafueros de quienes por casi dos décadas han malversado oportunidades e ingentes recursos, menoscabando igualmente aquella viabilidad institucional que por años fue referente regional, ejemplo en un hemisferio siempre acechado por los vaivenes ideológicos de la política. Se ha visto golpeado el amor propio del ciudadano, la confianza en sí mismo, incluso el respeto y la estima provenientes de quienes le valoran desde afuera, desde los países vecinos, también desde aquellos emplazados allende los mares.

El orgullo venezolano otrora afincado en sus logros materiales, culturales y sobre todo en el desarrollo profesional de sus mejores talentos, aparece un tanto diluido en el desandar penitente de quienes no ven –o no quieren ver– una salida franca a la crisis de actualidad.

En estos tiempos de conductas vacilantes, de repetidos errores y de visiones opuestas, es preciso ante todo reencontrar la dignidad moral del venezolano, todavía sumida o acaso encandilada por aquella engañosa esperanza revolucionaria que se puso de manifiesto desde los mismos albores del siglo XXI.

El ciudadano común se exhibe agotado, exterioriza el ahogo de la frustración infligida por la necesidad de sobrevivir de cualquier manera, sigue a veces cautivo de un extraño y momentáneo culto a la antipolítica, aquella que vino a dar al traste con los aún frágiles logros de la democracia representativa. Sí hay salida honorable y como paso previo nos es dado recuperar la autoestima venezolana. Un esfuerzo que conlleva el rescate de los principios y valores que sostienen la nacionalidad, así como aquellas expresiones genuinas de cultura venezolana que tanto nos enorgullecen.

Entendamos de una vez por todas que la decadencia de los sistemas políticos tradicionales, esencialmente elitistas y sobre todo ostensiblemente alejados de los verdaderos titulares de la democracia, exige un cambio de actitud no solo de la dirigencia política, sino también del ciudadano común. No son los dirigentes de partido, los magistrados, profesores y maestros o ministros del culto los únicos llamados a recomponer la República; el esfuerzo es de todos por igual, sin distingos ni eximentes.

Los nuevos tiempos marcan nuevas pautas, señalan renovados trayectos, exigen transformaciones institucionales que aseguren la obtención de respuestas adecuadas a las necesidades y aspiraciones de la gente y por encima de todo demandan mayor transparencia en el manejo de la información, hoy mayormente divulgada a través de las redes sociales. La propaganda oficial no puede seguir siendo un instrumento de manipulación de las masas, ni un recurso para afianzar el poder público de la élite gobernante; ya no es eficaz ni contribuye como en otros tiempos a reforzar una imagen artificiosa de quienes ejercen la función pública a espaldas de sus electores y contribuyentes fiscales. Y no se trata de debatir entre posturas dogmáticas, sean de izquierdas o de derechas; ya la juventud no reacciona ni se entusiasma en la discusión esencialmente ideológica, por lo cual esta debe ser descartada.

Pero volvamos al tema de la autoestima. Si los venezolanos estamos en capacidad de pensar y de valorar nuestra propia circunstancia, quiere decir que tenemos plena facultad para elegir el mejor camino a seguir. Y para ello es primeramente importante desestimar el pensamiento y acción de los fingidos predicadores. “Guardaos de los falsos profetas” nos dice el Evangelio de San Mateo; “los conoceréis por sus frutos”, añade el evangelista. Así pues, a los “lobos rapaces disfrazados de ovejas” es preciso apartarlos. ¿Acaso no ha sido suficiente lo que nos han proporcionado los líderes de oposición en los últimos tiempos? Naturalmente, entre ellos existirán honrosas excepciones. Y ni hablar de los personeros del régimen, preceptores del engaño y del latrocinio, aunque también habrá excepciones.

Recuperar el aprecio de nosotros mismos como pueblo capacitado para asumir su destino, tanto como el respeto y consideración provenientes del mundo externo, son los pasos fundamentales que debemos impulsar para la superación de los graves problemas de actualidad venezolana. Y tengamos siempre presente que al “claudicar” ante la adversidad o al persistir en erróneos comportamientos, no ganaremos reconocimiento ni admiración de propios ni extraños. Una mirada introspectiva, contribuiría a renovar esperanzas; allí están los recursos de una nación que ha sido pródiga y que sin duda puede retomar –y reafirmar– su ventura económica, social y política.


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