Idea hasta ahora más abstracta que otra cosa aunque se proclama como principio de valor internacional (y así debería ser), si bien nunca ha sido incluida oficialmente en la lista plenamente aceptada de la “Declaración de los derechos humanos”, supuestamente universales. Quizás, precisamente, porque sería un derecho social o de todo un pueblo y no individual. Los derechos sociales están todavía muy por debajo en importancia y aceptación de los individuales. Ahora bien, este sustantivo (autodeterminación) debiera ser precedido por el calificativo “libre”, pero, aunque normalmente se sobreentiende, no forma parte de su uso explícito más frecuente.

Esto es muy importante porque si se supone que es el derecho que tiene un pueblo de decidir sus propias formas de gobierno, la libertad está implicada necesariamente en el verbo “decidir”, pues si no se puede hacer eso en libertad, ¿de qué decisión de un pueblo puede tratarse? Si la libertad no está clara, plena y compartida por los que componen ese pueblo, la decisión no será suya sino de otro.

El derecho de autodeterminación se ha aplicado sobre todo a la descolonización, con mejor o peor fortuna, y aparece con mucha frecuencia en los tratados de derecho internacional, así como en las declaraciones de muy diverso tipo de la ONU; pero ¿hasta dónde se puede hablar de autodeterminación de un pueblo dentro de la propia nación y del propio Estado? La historia, sobre todo la reciente, y la más inmediata experiencia nos enseña que bajo dicha expresión, de hecho demasiadas veces, el sujeto del supuesto derecho de autodeterminación no es el pueblo mismo, como se proclama, sino el gobierno que está mandando en el país en cuestión, sea lícita, en Estados democráticos, o ilícitamente como en nuestro estado actual.

La licitud o la ilicitud de la asunción o la permanencia en el poder de un gobierno no es difícil de constatar a pesar de las caretas, trampas y demás mecanismos de los que este se sirva para ocultar el hecho cuando de la ilicitud se trata. Para eso están todos los instrumentos que la democracia pone a disposición de cada pueblo, hoy ampliamente conocidos.

Este asunto de la autodeterminación está indisolublemente ligado con otro que en particular a nosotros los venezolanos de hoy nos toca viva y trágicamente: la licitud o ilicitud, ya en el plano internacional, de la intervención de un Estado extranjero en los asuntos de gobierno de otro.

Aquí ahora la pregunta crucial es por el derecho que tiene un pueblo de ser protegido por un Estado que no es el suyo cuando se halla sometido a la fuerza por una forma de gobierno tiránica y comprobadamente injusta, de la cual no está en condiciones ni posibilidades de liberarse por su propia cuenta. Mucho y bien se está hablando de ese derecho de protección, sobre todo cuando lícitamente ese pueblo lo solicita.

¿Qué nos falta a nosotros para poder recurrir lícitamente a esta solicitud de protección? Tenemos la instancia política que lo puede hacer, la Asamblea Nacional elegida según todas las reglas que el sistema democrático exige; tenemos el estado de necesidad extrema del pueblo que ya no puede sobrevivir por obra de la tiranía criminal a la que está sometido y tenemos la voluntad clara de este pueblo, expresada en todas las encuestas de opinión, en la calle y en cualquier otro medio a nuestra disposición. La licitud de esa demanda está hoy fuera de toda discusión. Sobre esto no puede haber duda alguna. Sí es importante que esa deseada intervención sea eficaz, pacífica y humanitaria, esto es, excluyendo los riesgos de dominación que pudieran estar encubiertos.

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