Pocos recuerdan que la idea de lo que acabaría siendo el Teatro Teresa Carreño partió de un destacadísimo músico venezolano, Pedro Antonio Ríos Reyna. Además de magnífico violinista, Ríos Reyna presidió la Orquesta Sinfónica Venezuela en varios períodos. En un momento dado, se puso al frente de una iniciativa para construir una sede que tuviese las mejores capacidades técnicas para potenciar el funcionamiento de la orquesta. Entonces, su legítima propuesta fue escuchada con apertura e interés. El proyecto fue adquiriendo una contextura mayor. Autoridades, urbanistas, técnicos diversos y políticos paulatinamente fueron sumándose al proyecto. No me olvido de que, como era previsible, algunos voceros de la izquierda criticaron la obra, que fue finalmente inaugurada en abril de 1983. Antes, en 1976, se había puesto en funcionamiento la Sala José Félix Ribas, cuyo diseño se considera, todavía hoy, un prodigio por la calidad sonora con que la música se reproduce en su espacio.

La apertura del Teatro Teresa Carreño –en realidad, un complejo de extraordinarias calidades arquitectónicas, urbanísticas, artísticas y ciudadanas– fue uno de los grandes acontecimientos culturales del siglo XX. Culminada su construcción y debidamente dotado para cumplir sus funciones, el lugar se convirtió, en apenas unos pocos días en una referencia en América Latina. Para los venezolanos, en un orgullo. Para los artistas y gestores culturales, en un centro con público y una potencialidad enorme. La lista de eventos musicales, teatrales y operísticos que los venezolanos pudieron disfrutar entre 1983 y 2003 es, simplemente, deslumbrante. Grandes artistas venezolanos y de otras partes del mundo ofrecieron su talento a la avidez cultural del público que colmaba las salas. Fueron años en los que muchos de los mejores artistas del planeta deseaban la oportunidad de actuar en el Teresa Carreño.

El Teresa Carreño no solo adquirió la categoría de institución cultural clave en la cultura venezolana, sino una significación político-cultural: la de un lugar consagrado a la música y la formación musical, al ballet y la danza contemporánea, a las artes escénicas y, en alguna medida, también a las artes visuales. Sus distintas directivas coincidieron, hasta 2003, en tres propósitos: mantener sus instalaciones con criterios del más alto nivel profesional, ofrecer una programación fundamentada en criterios de excelencia e impedir que la politiquería destructiva irrumpiera en la gestión del teatro. Sus espléndidos espacios vinieron a sumarse al conjunto que representaban el Ateneo de Caracas, el Museo de Ciencias, la Galería de Arte Nacional y el Museo de Bellas Artes. Las cinco instituciones sumaban un conglomerado y una oferta quizás irrepetible en América Latina.

A partir del año 2003, con la salida de Eva Ivanyi de la presidencia, comenzó el desmantelamiento y destrozo del Teresa Carreño. Numerosas fuerzas han actuado para conducir el teatro a su situación actual. En primer lugar, se ha encargado la dirección a sucesivos incompetentes y politiqueros que cumplieron con la tarea de cambiar el uso de los espacios: de institución cultural se convirtió en un conjunto de salas para actos y mítines políticos, lo que, de forma irrevocable, fue socavando el concepto de programación cultural. Las instalaciones fueron expropiadas por el poder a los artistas y a los ciudadanos hasta alcanzar el estatuto que tienen hoy: un recinto para uso a gusto y antojo de la oligarquía ilegítima, fraudulenta, ilegal y corrupta que, desde el gobierno, erosiona las instituciones.

En vez de espectáculos de calidad, el Teatro Teresa Carreño ha sido ocupado por la mediocridad y el mal gusto en todas las formas posibles. Sus espacios se han convertido en zona de alto riesgo por la cantidad de delincuentes que los merodean. Muebles, obras de arte, lámparas y otros bienes han desaparecido o han sido destruidos. Alfombras, butacas, sistemas de iluminación, puertas, jardines, paredes, vidrieras, tabiques, cielos rasos y más presentan el más extremo estado de deterioro. El sistema eléctrico funciona de forma intermitente. El aire acondicionado, lo mismo. Pasillos, oficinas, áreas de circulación se han vuelto lugares donde prima la oscuridad. En varias partes hay grietas en el piso. Una de las peculiaridades del Teresa Carreño de hoy es que cuando llueve en Caracas también llueve en algunas de sus oficinas. Hasta la mismísima Sala Ríos Reyna ha sufrido los estragos de inundaciones parciales, por falta de bombas de achique que funcionen como corresponde. Quienes visitan el teatro lo perciben apenas entran: algo huele a podrido en el Teresa Carreño.

A las sucesivas denuncias sobre el estado de las instalaciones, en alguna oportunidad han seguido anuncios de inversiones o programas destinados a restaurar lo destruido. Pero nada se ha cumplido: las promesas no han resultado sino fachadas para ocultar operaciones de robo de los dineros públicos. Mientras, el conjunto avanza hacia el destino al que le ha condenado la revolución bolivariana: un enorme traste que va a su ruina definitiva. No solo han destruido el bien físico: también el bien simbólico. El que fue el más notable centro cultural del continente es hoy la tribuna de una banda de canallas y mentirosos.


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