Cuando se restablecieron las comunicaciones, escuché la voz angustiada de mi hija Valentina que, entre sollozos y desde Nueva York, decía una y otra vez que había presenciado por la ventana de su apartamento el derrumbe de las Torres Gemelas. Le dije que también yo, en Caracas, había conocido como nunca antes el terror y el espanto del terrorismo y lo había visto a través de esta otra ventana que es la televisión, abierta por igual al conocimiento y a la perversidad del mundo.

Alfred Hitchcock en Rear Window (La ventana indiscreta, 1954), con James Stewart fisgoneando por su ventana y creyendo ver al vecino asesinar a una mujer, nos hizo ver y reflexionar sobre lo que el cine hace con nosotros al convertirnos en voyers, en mirones de un microcosmos, el patio vecinal, que bien podría ser el propio universo.

La ventana es más que una abertura en la pared por donde dejamos entrar el aire y la luz, porque ella expresa la idea no solo de penetración, sino de distancia, de lejanía. Cuando no es por la puerta, entramos por las ventanas, y por ellas entra también el que viene a robarnos, el asesino a sueldo, el detective que busca el documento incriminatorio. Pero en mi atolondrada imaginación, y antes de que se desvanezcan en la penumbra del crepúsculo y las brumas del amanecer, escucho las canciones de los trovadores, la música de laúdes y cítaras que salen de las enormes ventanas de Camelot.

Al cerrar las puertas y cegar las ventanas quedamos disminuidos, físicamente aislados del mundo exterior. Contrariamente, la ventana convoca al amor cada vez que se produce una serenata como la que Mozart incluyó en Don Giovanni cuando el mundano Comendador enamora a Zerlina con la complicidad y la mandolina de su criado Leporello: ¡Asómate a la ventana! “Deh vieni alla finestra, o mio tesoro”.

La defenestración, por su parte, significa arrojar a alguien por el balcón o por la ventana. Lo hizo Charles Bronson en uno de los filmes de la serie Death Wish al empujar al gangster desde el último piso y estrellarlo contra el techo del automóvil estacionado en la calle, y lo hizo también Kevin Costner en The Untouchables al empujar al cómplice de Al Capone, vestido de blanco Armani, desde la azotea del edificio de los tribunales y verlo aplastar brutalmente el techo del automóvil abajo en la calle.

Defenetraciones célebres las hubo en Praga. La primera, en 1419 cuando los consejeros de la ciudad fueron lanzados por las ventanas de la New Town Hall en un incidente que se llamó, precisamente, la Primera Defenestración.

La segunda tuvo lugar en 1618 cuando el regente imperial y su asistente fueron encontrados culpables de violar las garantías religiosas y los protestantes los lanzaron al vacío por la ventana del salón del Consejo del Castillo Hradeany precipitando la Guerra de los Treinta Años. Por su duración es así como se llamaban las guerras de entonces. Esta manera de nombrarlas hizo posible la absurda despedida del joven que ha sentado plaza y dice a la novia: “¡Adiós, me voy para la guerra de los Cien Años!”.

Tirar la casa por la ventana significa festejar por lo grande. Algo que podía haber sido frecuente en anteriores tiempos venezolanos. Porque también los países cierran sus puertas y ciegan las ventanas aislándose del mundo mientras reafirman la peligrosidad que arrastran consigo. En su momento se dijo que en Albania la implantación del comunismo determinó que el país, oficialmente, se declarara ateo y la Iglesia ortodoxa sufrió persecuciones y agobios. El país montañoso permaneció años en aislamiento enterrado en sus montañas batallando en silencio contra la tosca e insoportable imposición del ateismo.

“De algún susurro nace una ventana”, escribió convencido Eugenio Montejo en Terredad. Sin embargo, Rafael Cadenas observó en Gestiones que “los gritos se pierden en la vastedad de mi país”.

Cerrar las puertas y ventanas de un país significa que ya no entrarán ni circularán más por su geografía el aire de la vida libre y la luz del conocimiento. La hora será menguada. Las universidades quedarán a oscuras, y como topos tropezaremos con nosotros mismos, nos buscaremos en nuestro ser y no encontraremos allí un lugar para abrigarnos; surgirá un largo desaliento y se apagará el horizonte.


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