Una de nuestras preocupaciones más grandes se desarrolla en torno a las posibilidades que tiene Venezuela para transformarse en una sociedad abierta. Es decir, en un Estado que sea capaz de integrarse al resto del planeta de la forma más integral posible. La existencia de fronteras abiertas, libre comercio, numerosas vías de comunicación, la entrada y salida de ciudadanos de todo el mundo.

Hoy día este propósito luce lejano y más de uno lo verá como imposible. Después de todo, la historia del país en las últimas dos décadas ha sido la de la implantación del socialismo real, el cual, como era de esperarse y como el mundo lo atestiguó en el siglo XX, termina siempre, indefectiblemente, con el asentamiento y la existencia de una sociedad cerrada.

Precisamente, esa cerrazón que padecemos, aunada a la anomia que hoy se adueña del país, debe hacernos entender que la situación venezolana no puede ser resuelta “solo por venezolanos”. De alguna forma u otra, Venezuela requiere ayuda internacional para facilitar la salida del régimen socialista y pavimentar el retorno hacia una República fundada en preceptos acordes con la democracia liberal.

¿Por qué requerimos de ayuda internacional? Intentaremos resumir nuestras razones: (i) debido a la debilidad institucional que caracteriza al Estado venezolano; (ii) las medidas internas tomadas en pro de un cambio de gobierno (desde elecciones, protestas de calle, pronunciamientos aislados de fuerzas públicas) han resultado insuficientes para conseguir sus objetivos, por lo que la coalición de poder aún permanece amalgamada; (iii) financieramente, a los fines de superar la destrucción de la economía, el país requiere de la inyección de fondos que solo pueden conseguirse mediante instancias internacionales e inversión extranjera; (iv) la crisis humanitaria requiere paliativos inmediatos que tienen que venir del exterior; (v) el desplazamiento masivo de venezolanos no es un simple fenómeno migratorio, sino que puede transformarse en una crisis de refugiados de dimensiones insospechadas, y (vi) existen suficientes presunciones para afirmar que el régimen venezolano pudiera constituir una amenaza para la civilización occidental y su seguridad y defensa.

Es por dichas razones que los venezolanos no pueden, no han podido, ni podrán alcanzar una transición sin el apoyo activo de la comunidad internacional. Lo preocupante, sin embargo, es que los tiempos de la diplomacia y la política exterior a menudo no se mueven al compás de las necesidades ciudadanas. Aunado a ello, la política internacional no está exenta de intereses e inclinaciones ideológicas, y no es descabellado afirmar que gran parte de la ceguera o inacción de la comunidad internacional en torno al caso venezolano obedeció, precisamente, a intereses ideológicos. La misión era salvar una vez más la franquicia de la izquierda latinoamericana buensalvajista, esa que gusta verse de lejos, admirarse a kilómetros u océanos de distancia, pero jamás padecerse.

Por si fuera poco, en el entorno venezolano, no son pocas las voces que se pronuncian en contra de la intervención internacional. Hay quienes viven con el concepto de soberanía de sesenta años atrás, cuando estaban en boga las teorías del desarrollo, el auge del tercer mundo y los países no alineados. Sin embargo, en esta época la historia sugiere que es otro tipo de colonialismo al cual está sometido Venezuela, y bastante que ha evolucionado el mundo desde aquél entonces.

Es dentro de este contexto que sugerimos se evalúe la visita a Latinoamérica del secretario de Estado de los Estados Unidos, Rex Tillerson. Su gira aún no concluye y ya hay quienes disparando de la cintura se aventuran a conclusiones inapropiadas y a conjeturas sin mayor basamento. La situación venezolana requiere cautela al momento de ser analizada, y los comentarios hechos a la ligera no traerán mayor fortuna para el país que tanto la necesita.


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