Suena a interpelación, a acusación, a queja, a desesperación, a angustia, a cansancio, a falta de esperanza, a desencanto, a frustración… Es una expresión que ha ido ganando terreno en nuestra vida cotidiana. La escuchamos una y otra vez con mucha frecuencia. La recibimos como un disparo a quemarropa cuando estamos en un ascensor en un día cualquiera. En los distintos medios. En conversaciones telefónicas. En diferentes espacios públicos y privados. Es una especie de grito desgarrador que revela cierto hartazgo ante la espantosa tragedia que día a día sufrimos los venezolanos. Que evidencia un profundo malestar ante las recurrentes acciones y omisiones de un régimen que no desmaya en el criminal e indolente empeño de hacerles la vida imposible a los ciudadanos de nuestro país. Que igualmente transmite la impresión de que la responsabilidad de quien pronuncia la frase queda a salvo, de que son otros – como el pueblo, los militares, los dirigentes de la oposición, Estados Unidos, la OEA, la comunidad internacional, etc.– los que deben ponerles fin a las causas de las desgracias que padecemos.

En este último sentido, hay algo más que subyace en esa expresión. Una idea que igualmente se asocia a la misma. Es la espera de un desenlace que no acaba de ocurrir, que se anhela con urgencia, que se reclama, que se siente inminente y crucial. Es la espera de una explosión social, un levantamiento militar, una intervención foránea, como respuesta a las calamidades de una crisis que diariamente aprieta más y más. Es la espera de un cambio inmediato y como sea, en vista de la situación insoportable que hoy vive la inmensa mayoría de los venezolanos y del convencimiento de que las cosas empeorarán mucho más con la permanencia en el poder del régimen depredador. Esa es la espera que habita en muchos compatriotas, como consecuencia en gran parte de prácticas gubernamentales que persisten en bloquear las vías constitucionales de la alternabilidad democrática y en generar mayor caos, miseria e incertidumbre en la población. Y, desde luego, también debido a los problemas y falencias de nuestras fuerzas opositoras.

No puede obviarse el gran malestar que hay detrás de la frase en cuestión, aun cuando no se esté de acuerdo con ella. Conscientes, por supuesto, de que hay innumerables testimonios que podrían darse acerca de las múltiples actividades que se llevan a cabo tanto en el plano nacional como internacional para enfrentar las muchas arbitrariedades del régimen. El gran desafío es interpretar adecuadamente ese malestar y buscar la manera idónea para canalizar la respuesta al mismo mediante la lucha que diversos actores sociales impulsan en los actuales momentos. Para sembrar esperanza y confianza. Con la ampliación y el fortalecimiento de las acciones en curso de los gremios, sindicatos y otras organizaciones de la sociedad civil. Con la participación de la ciudadanía organizada en las comunidades. Con la unidad de esos protagonistas de la lucha social. Con la unidad de los venezolanos que urge concretar y activar. Sí, con la unidad, con la unidad, con la unidad…

Convencernos de que estamos obligados a trascender la espera pasiva, con la conciencia de que la respuesta que podamos dar a ese malestar que subyace en el “aquí nadie hace nada” no ha de consistir –para decirlo con las palabras de Erich Fromm en La revolución de la esperanza– “…en aquello que decimos o pensamos, sino en lo que somos, en el modo en que obramos, en el lugar en que nos desenvolvemos”.

Entender –como bien lo afirma Trino Márquez en su artículo titulado “La fractura del régimen”– que tanto la recuperación de la democracia como la reconstrucción nacional dependerán, en primer término, de nuestra propia capacidad para unificarnos, organizarnos, ganar aliados y proponer un programa que logre compactar a la inmensa mayoría de los venezolanos en función de objetivos comunes.

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