Creo que quien escribe responde en esencia a una necesidad de comunicarse; y en el caso de quienes lo hacen en las páginas de un diario, para lectores a cuyas manos llegarán esos textos de las cuartillas ahora impresas en otros caracteres y multiplicadas, la razón puede ser el deseo de compartir los frutos de una percepción, de una reflexión; o bien ser la escritura misma, la expresión de una preocupación, la evidencia de una conciencia alerta.

Tener “un espacio” (como suele ser llamado) para opinar, es además de un honor un exigente compromiso, y la complacencia de tenerlo no refleja un mesianismo de sentirse en posesión de la verdad absoluta, sino más bien de la aspiración íntima de ser útil en algo; existen asimismo unos preceptos con los cuales se espera cumpla un columnista de opinión: abordar temas de real vigencia e interés, hacer análisis prospectivos a partir de una percepción cuidadosa del presente, e involucrarse en las situaciones con sus propios juicios.

Las agencias noticiosas deciden de qué enterarnos y cómo, manipulando la información por vía de dosificarla y en la elaboración del contenido. Por otra parte, en torno a la expresión del pensamiento gravita una forma de censura que por decreto convierte los planteamientos en acciones desestabilizadoras y los esfuerzos por mejorar la democracia en actos de subversión. Hasta concluir en una conversión ciudadana hacia el silencio, y ver así apagarse la emoción que es sentimiento básico con el que se gestan, se realizan o se frustran entre nosotros tantos proyectos.

Como al paso de los años las circunstancias varían, es comprensible que algunas actitudes beligerantes se moderen, por predominio de la racionalidad sobre la visceralidad; pero no son admisibles en cambio la opción de marchar detrás de los acontecimientos, ni la pérdida de la capacidad de entendernos y de unirnos para traducir en acciones concretas las razones que nos identifiquen en torno a una causa justa.

Se han producido algunos “cambios” pero no significativos ni trascendentes en sus alcances, sino llamativos de la atención y preocupación, que obligan a mantener viva la palabra como instrumento de comunicación y de denuncia. Un ejemplo hoy constatable que ilustra esa necesidad, lo tenemos en el empeño que ponen justamente las agencias transmisoras de noticias, en condicionarnos para la aceptación de la muerte como fenómeno masivo, y así incorporar las personas fallecidas de las tragedias, epidemias, secuelas represivas y masacres, en una escala de supuesta regularidad.

Absurdo pero cierto, que el asesinato de un estudiante en singular pareciera carecer de importancia y a diferencia de lo que ocurría décadas atrás, la opinión pública permanece al margen como desentendida; quedando al final solo el llanto familiar y un triste anonimato. Aun así el lector promedio parece haber ido adquiriendo conciencia de su protagonismo y por ello la disposición a aplicar un método de interpretación, no debe circunscribirse al pasado. Es sí un deber irrenunciable la defensa del derecho a disentir y a opinar.


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