La pregunta es absolutamente legítima y necesaria. ¿Qué razones profundas pueden animar a ciertos gobernantes, y  movimientos políticos, que en sus países han sido respetuosos de las libertades democráticas; no persiguen, encarcelan sin juicio debido, ni asesinan a sus adversarios; nadie los ha denunciado por participar en tráficos ilícitos, y, además, ganen o pierdan, reconocen los resultados electorales y la alternancia de gobiernos; a apoyar, o por lo menos guardar silencio cómplice o neutralidad cínica, ante gobernantes y gobiernos a todas luces asesinos, violadores de los derechos humanos, negadores de las libertades democráticas, involucrados sin pudor en el narcotráfico y el enriquecimiento ilícito, como los de Nicolás Maduro y Daniel Ortega?

Me refiero, ya lo sabe al lector, a los gobiernos de la llamada izquierda democrática de Iberoamérica. Y, de modo muy especial, a las figuras de José Mujica y el Frente Amplio de Uruguay; Michelle Bachelet, de la Concertación de Partidos Democráticos de Chile, y Pedro Sánchez y el PSOE de España.

Los tres aún lloran desconsolados los asesinatos en masa oficiados por  Franco, Bordaberry y Pinochet. Pero se pasan por el forro, en el fondo pareciera que  se burlan o evaden, los de Maduro y Ortega. Hacen por las mañanas gárgaras en defensa de los derechos humanos cuando hablan del estadio de Santiago convertido en campo de concentración y matanza en 1973, pero luego escupen el enjuague bucal y dan la espalda cuando se les pide que miren a las calles de Caracas y Masaya sembradas de cuerpos caídos a manos de los grupos paramilitares de Ortega y Maduro.   

Es una actitud muy extraña. Esquizoide. De doble, triple y hasta cuádruple moral. Actúan como monjas virtuosas que, a pesar de que predican y practican la abstinencia, celebran, apoyan y promueven el club de pedófilos que opera en el monasterio vecino solo por el hecho de que pertenecen a la misma congregación. 

Hacen como los viejos comunistas de la primera mitad del siglo XX, que enceguecidos de ideología condenaban el genocidio emprendido por Hitler pero aplaudían, por ignorancia y fanatismo, el de Stalin.  

Porque esa es la única explicación racional posible por la cual Mujica, Bachelet y Sánchez, conocedores a fondo del abuso de poder sobre el que se edifican las tiranías de cultura militarista, hacen silencio cómplice ante el sufrimiento de venezolanos y nicaragüenses solo por solidaridad mecánica con dos gobiernos que presumen de izquierda. Aunque en realidad sean más fachos que marxistas, más narcos que libertarios.  

También es posible que los tres se hayan convertido en Pilatos socialdemócratas porque nunca abandonaron los esquemas ideológicos de los tiempos de la Guerra Fría. Quizás, en lo más profundo de sus corazones, crean en verdad la prédica de Hugo Chávez sentenciando que todos quienes nos oponíamos a su legado y al de Ortega, no importa si se llaman Teodoro Petkoff o Sergio Ramírez, somos cochinos, bastardos, reaccionarios, miserables, ultraderechistas, títeres del imperio. Excremento. 

Desde ese encuadre, los asesinatos de Pinochet y Franco son condenables. Porque las víctimas eran revolucionarios. En cambio, los de Maduro y Ortega son justificables. Porque las víctimas son reaccionarios. Porque, de ser así, el socialismo-Pilatos cree que los paramilitares de Nicaragua y Venezuela solo sacan sus obuses para repetir lo que según Silvio Rodríguez hacía el Che: “Iba matando canallas con su cañón de futuro”.

Por un largo tiempo, la izquierda latinoamericana fue la gran defensora de los derechos humanos. Al menos la izquierda que se autodefinía como democrática, la que no es estatista, militarista y de culto a la personalidad. La que no  cierra filas con la dictadura cubana y el terrorismo del cadáver insepulto de las FARC. Pero ya no lo es. La española tampoco.

Si fuese en estos tiempos, aquella tarde en Granada, frente al pelotón de fusilamiento, Federico García Lorca escucharía la voz de Pedro Sánchez diciéndole desde Televisión Española: “Federico, tío, dialoga. Dialoga poeta”. Un segundo después, el estruendo de los disparos y el de su propio cuerpo cayendo ensangrentado cerraría la emisión.

Resuena el eco: “Dialoga, tío, que España tiene que dialogar consigo misma”. 


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