El general John Kelly impidió que Donald Trump cometiera un error. A los marines les gusta terminar ordenadamente su trabajo. Su flamante jefe de gabinete convenció al presidente de que Estados Unidos, por difícil que fuera, no debía abandonar Afganistán sin tratar de robustecer al gobierno de ese país y marginar a los talibanes.

Con toda probabilidad no se lo dijo, pero seguramente lo pensó: su hijo Robert había muerto en la guerra afgana por el estallido de una mina. Empacar e irse con las manos vacías hubiera sido una forma brutal de decirle que su sacrificio había sido en vano, y se sabe que los marines no abandonan a sus hombres en medio del combate.

Como parte del proceso de educación de Trump, Steve Bannon fue alejado de la Casa Blanca. Era demasiado aislacionista y tenía en su imaginativa cabecita mil fantasías conspiratorias. No solo pensaba que Estados Unidos era el mejor país del planeta –a lo que tenía derecho–, sino que debía preservar para sí toda la riqueza que creara. No advertía que el egoísmo no es una virtud en el terreno internacional.

El razonamiento de Roosevelt-Truman durante y tras el fin de la Segunda Guerra mundial continúa vigente. Estados Unidos no podía sobrevivir como una sociedad libre y próspera en un planeta dominado por modelos y criterios que conducen al totalitarismo. Para protegerse, Estados Unidos tenía que asociarse con otras naciones y compartir su riqueza. El altruismo era, en gran medida, una actitud defensiva. En consecuencia, todo el aparato gubernamental relacionado con el exterior fue diseñado con arreglo a ese criterio.

El Departamento de Estado creó maneras de colaboración con las naciones afines y desarrolló fórmulas mediante el sistema de premios y castigos para atraer al llamado “mundo libre” a las que se podía, y penalizar a las adversarias. Todo comenzó con el generoso “Plan Marshall” –otro general brillante y comprensivo– y siguió con el rediseño institucional de Alemania y Japón con el objeto muy exitoso de “cambio de régimen” en esos países.

Con el paso del tiempo fueron agregándose nuevos peligros: el narcotráfico, el terrorismo islamista o de cualquier índole, el tráfico de personas en las fronteras, la delincuencia organizada, la corrupción pública y privada, casi siempre coludidas. Y a estos desafíos se les trató por el mismo procedimiento: se les enfrentó mediante convenios internacionales, listas de personas y empresas malditas, como la “Lista Clinton”, y a la labor habitual de los cuerpos de inteligencia se agregó la búsqueda de información de esta naturaleza (por ejemplo: “Los papeles de Panamá”), incorporándose a la lucha la DEA, el FBI y el Departamento del Tesoro.

¿Falta algo en la educación de Trump para que pueda dirigir la primera potencia del mundo? Faltan muchas lecciones, como se desprende del penoso discurso pronunciado en Arizona el 22 de agosto ante un grupo de militantes enfervorizados.

Es urgente, por ejemplo, que el presidente Trump comprenda que para continuar siendo grande y próspero, Estados Unidos necesita comerciar intensamente con todas las naciones del globo, y debe abandonar la absurda actitud de amenazar con alejarse de los tratados de libre comercio (como ya hizo con el que se gestaba en el Pacífico), comenzando con el que el país suscribió con Canadá y México. Tal vez esa actitud proteccionista le permita ganarse la buena voluntad de algunos trabajadores afectados por la competencia, pero va en detrimento del conjunto de la sociedad.

Ese lenguaje contraproducente utilizado por Trump, que es el de los empresarios mercantilistas que medran “a la sombra del proteccionismo” –como denuncia el economista mexicano Luis Pazos–, repetido por una izquierda comunistoide anclada en el desconocimiento de cómo funciona la economía, incapaz de entender que en las actividades comerciales todas las partes ganan, porque no se trata de transacciones de suma-cero, donde lo que uno obtiene el otro lo pierde, sino de la operación esencial de la economía de mercado que potencia el crecimiento constante del capital porque todos se benefician.

Como remata Pazos su artículo (“Trump: proteccionismo igual que izquierda”): “Los resultados de 22 años de vigencia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, más allá de dogmatismos, muestran que ambos países se benefician con el TLCAN. Si Trump insiste en cumplir la promesa de campaña de aplicar más aranceles al comercio México-Estados Unidos, beneficiará a ciertos sindicatos de Estados Unidos y perjudicará a la mayoría de las empresas y consumidores de Norteamérica”.

Lo que sucederá, además, es que China ocupará esos espacios que Estados Unidos abandona. Ya se ha sugerido con el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) y volverá a ocurrir con el TLCAN. Pero esta vez será en el vecindario americano.


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