Los cineclubs surgieron como una forma de resistir a los embates de la propaganda y la cultura oficial. Así nacieron en la Francia ocupada por los nazis, proyectando filmes censurados o ignorados por el poder fascista.

En América Latina, a partir de los años setenta, los cineclubs fueron lugares para difundir documentales y cintas prohibidas.

Hoy en Venezuela ocurre lo propio con la irrupción de innumerables espacios alternativos e independientes, cuyas pantallas buscan llenar el vacío de sentido, brindándole difusión a las propuestas invisibilizadas por el macartismo del siglo XXI.

De tal modo,  hoy atestiguamos el alumbramiento de un nuevo lugar de referencia para las imágenes disidentes en la plaza jardín de Café Arábica y DOC, bajo el apoyo de instituciones sólidas como Bolívar Films, Circuito Gran Cine y la Escuela Nacional de Cine.

A tal efecto, los promotores de la iniciativa tuvieron la gentileza de invitarme a curar la función inaugural de su emprendimiento, dándole un espaldarazo al pensamiento libre de la ciudad.

Agradezco el gesto y acepto la responsabilidad como una manera de honrar al gremio de la crítica y de los cinéfilos despiertos de Caracas, quienes semanalmente descubren motivos y razones audiovisuales para seguir soñando con el futuro del séptimo arte en un tiempo de dificultad e incertidumbre.

Por tal motivo, decidimos seleccionar un título a la altura de las expectativas de los espectadores acuciosos y conscientes del país.

La ocasión amerita divulgar la segunda obra maestra de Pawel Pawlikowski, después del éxito rotundo de Ida. Nos encontramos y reencontramos, entonces, alrededor del genio de uno de los últimos autores herederos de la mejor tradición de las vanguardias europeas. Su más reciente largometraje, Cold War, nos invoca y nos convoca en un lugar cálido, abriendo ventanas a nuestra percepción más profunda de los problemas históricos de la humanidad.

En el filme, sentimos la cercanía de un relato de amor imposible, aquejado por el drama del exilio, por el trauma de la división, por la tragedia del socialismo real, por la cacería de brujas y por la imposición de los dogmas soviéticos.

Estamos en la Polonia de la influencia estalinista de los años cincuenta, donde los hombres y las mujeres deben complacer a las autoridades del régimen, so pena de sufrir el desarraigo, la exclusión, la condena o el simple confinamiento.

En realidad se vive como en una prisión burocrática y monocorde, filmada en blanco y negro en un marco de cuatro tercios.

A las claras, la fotografía quiere rendir tributo al legado de Cartier Bresson con sus imágenes paradójicas de felicidad y depresión a través de un filtro entre documental, expresionista y melancólico. El otro Bresson, llamado Robert, se palpa a la distancia de las señas de identidad de la puesta en escena.

Puedo distinguir, además, deudas con el minimalismo de Bela Tarr y la creación atmosférica de los eclipses de Antonioni, revisitando la obra de los grandes de la escuela de Varsovia, desde el humor negro y el clima opresivo de Polanksi hasta la contundencia de las denuncias de Andrzej Wajda.

Los encuadres, con aire sobre las cabezas de los actores, parecen adaptar el perfil bidimensional de las pinturas de Diego Velázquez, mirándonos e interpelándonos al romper la cuarta pared. De igual modo, la composición geométrica entraña una introspección y una revisión cuestionadora de las escalas de Sergei Eisenstein.

Los personajes siempre aparecen ahogados por el entorno de la arquitectura funcionalista, a merced del acecho de la multitud, tal como andar en un vagón de Metro.

En la Polonia comunista, como en la Caracas de 2018, la promiscuidad de la masa se explota para asfixiar e impedir el desarrollo de la voluntad individual. Nótese el absurdo kafkiano de unos tórtolos, los de la pieza, generalmente importunados por un espía de ocasión. El gran hermano te vigila y luce como un funcionario de corbata, camisa y sonrisa forzada, tirando a hipócrita.    

El director, por tanto, rueda una suerte de precuela de Ida, situada en el mismo contexto de enfrentamiento de bloques y de férreo control de las identidades.

Ida transcurría en la década de los sesenta, acompañando el devenir incierto de dos mujeres de generaciones diferentes; dos víctimas de la intolerancia ideológica del sistema marxista.

La novicia rebelde intentaba soltarse el moño y salir a ver el mundo, fuera de la caja del convento. Al final, ante el derrumbe de todo, la chica prefería mantener el hábito en una fase de huida, de conservar sus principios pero cargando con la pesada maleta de unos recuerdos conflictivos.

Actualmente, miles de compatriotas emprenden el camino de Ida, por la frontera, apostando a una lotería casi extrema. Con suerte llegarán a su destino, tras elaborar el duelo. El comunismo lleva a tomar rutas desesperadas y suicidas como lanzarse al mar en una balsa o caminar descalzos por páramos a temperaturas inclementes.

Cold War desnuda el artificio del kitsch y de la politización de la estética, a cargo de los fiscales y los comisarios del Ministerio Público.

La visión popular de la cultura en la Polonia comunista es un cúmulo de postales eslavas y nazis, diseñadas para ocultar la verdad. Es cuando el folklore se utiliza como arma del realismo social degradado. Por ello, el fascismo adora las concentraciones de músicos nacionalistas y patrioteros.

Cold War explora las dimensiones dicotómicas de la canción rural, sintetizando una belleza interpretativa que es opacada y cuadriculada por los intereses de la nomenclatura. 

En contraste, los protagonistas escapan de los predios de la cultura del Estado, refugiándose en el baile, la fiesta de la noche bohemia y la experimentación del jazz; todas vibras y costumbres reprobadas en comunismo.

La nostalgia invade a los personajes, conduciéndolos de un lado a otro de la tensión de bloques. Pasan por París, Berlín y Yugoslavia. Se separan y reconcilian en una ajustada construcción dramática.

Él es el complemento psicológico de ella. En su alianza se funden el deseo con la academia, la racionalidad con la locura, la madurez con la eterna adolescencia, la espectralidad con el anacronismo. Ambos cuentan la historia de la familia de Pawel Pawlikowski.

Resulta sintomático que ellos se sientan exiliados en todas partes, hasta en su propia tierra.

Su deambular fantasmagórico por Europa evidencia una insatisfacción y un malestar general de cara al paisaje binario y maniqueo de la guerra fría.

Posiblemente, sea el ánimo de muchos de nosotros, cuando no nos identificamos con las propuestas del PSUV y de la oposición.

De repente, la vida es comprender que nuestras afinidades, que nuestros afectos y que nuestras raíces son más importantes que los choques de bandos y que las circunstancias adversas de cada época.

Luego de errar, los protagonistas de Cold War vuelven a una iglesia destruida y unen sus lazos en un ritual de pura fe. Así la poesía de Tarkovski regresa para vencer al holocausto y al estalinismo. A pesar de la distopía, celebremos y honremos el milagro de estar juntos en resistencia.


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