Creo que la vida me ha dado poco; no hablo de riquezas, sino de la vida feliz. Las dos últimas décadas han sido de noches insomnes. El hambre, la muerte el terror policial. El latrocinio hecho ley. Yo, que he amado la vida, me he convencido de que la vida humana, en todas partes, es un estado que tiene más de sufrimiento que de dicha.

Estas líneas surgen de una necesidad personal que grita la búsqueda de un trago que pudiera consolarme y mitigar los dolores de la vejez, los de la pérdida de seres queridos y esos que azotan por la lucha, sin fortuna, contra una maligna enfermedad. ¿El medicamento específico? Monopolio del gobierno, y le pregunto. Respuesta: “No hay”. Los días a pan y agua, las noches sin pan.

El título de un cuento de Ernest Hemingway, Mientras los demás duermen, sugiere en su plural que el insomne es alguien que está solo. El insomne sale de una circulación cotidiana, aunque sueñe con los ojos cerrados o para dormir despierto. ¿Es lo mismo estar desvelado y no poder dormir que despertar en medio de la noche y no volver a conciliar el sueño? ¿Cómo hemos pasado del sueño al insomnio?”. Hay quien arriesga una respuesta y la sitúa en dos obras de Shakespeare. Un indicio proviene de Macbeth: “Hemos asesinado al sueño”; otra verdad proviene de Hamlet, cuyo padre ha sido asesinado mientras dormía. Estamos en medio de la noche, sin estrellas. ¿Se ha ido el sol para siempre?

Solía ir a un café a meditar y escribir. Un día era tarde y todos habían dejado el café, excepto un anciano –tal vez yo– sentado a la sombra que las hojas del árbol hacían con la luz eléctrica. De día la calle era polvorienta, pero en la noche el rocío abatía el polvo y el anciano gustaba de sentarse hasta tarde porque necesitaba muletas. Y ahora, de noche, todo estaba tranquilo y él sentía la diferencia. Los dos meseros en el interior del café sabían que el anciano estaba un poco bebido y, aunque era un buen cliente, sabían que de beber demasiado no podría usar sus muletas y caer. Y así fue. Ese otro era yo.

Envejecer es más difícil que morir, por la razón de que renunciar de una vez y en conjunto a una vida que vive con poca esperanza, cuesta menos que un largo adiós. Soportar la propia decadencia y aceptar la segregación es un trance más amargo que desafiar la muerte. Hay una aureola en la muerte muy dulce, y solo hay una larga tristeza en la caducidad creciente. La madurez del alma no vale nada en esta tierra de gases lacrimógenos. Sin derechos humanos.

Por las tardes solía leer y escribir en un café. Cayó la noche y todos habían dejado el café excepto un anciano sentado a la sombra que las hojas del árbol hacían con la luz eléctrica. De día la calle era polvorienta, pero en la noche el rocío abatía el polvo y el anciano gustaba de sentarse hasta tarde porque no podía caminar y ahora de noche todo estaba tranquilo y él sentía la diferencia. Los dos meseros en el interior del café sabían que el anciano estaba un poco bebido, y aunque era un buen cliente sabían que de beber demasiado se iría sin su andadera y podía caer.

Leía el Eclesiastés, un libro del Antiguo Testamento, en hebreo llamado Qoheleth, o cohélet, según la traducción alejandrina judía. Esa palabra se identifica como “el hijo de David, rey en Jerusalén”, tradicionalmente atribuida al rey israelita Salomón. Significaba orador o predicador ante una asamblea. Este es mi libro favorito de los que componen la Biblia. Encontré una estructura en la que alguien se va conociendo cada vez más a sí mismo, con un Yahvé que estará ausente cuando uno está asenté. Y esta obra, la más sabia de toda la Biblia, no nos concede solaz, si aceptamos dicha sabiduría.

Dice Cohélet: “¡Vanidad de vanidades! ¡Todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?”. Quiero citar ahora algunos versículos de la sabiduría de Salomón: “Corta y es triste nuestra vida; no hay remedio en la muerte del hombre ni sabe de nadie que haya vuelto del Hades. Por azar llegamos a la existencia y luego seremos como si nunca hubiéramos sido. Al apagarse, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire inconsistente. Caerá con el tiempo nuestro nombre en el olvido, nadie se acordará de nuestras obras; pasará nuestra vida como rastro de nube, se disipará como niebla acosada por el sol y por su calor vencida. Paso de una sombra es el tiempo que vivimos, no hay retorno en nuestra muerte, porque se ha puesto el sello y nadie regresa”.

¿Es esta la sabiduría de la aniquilación? No lo sé, no lo creo. El siglo XX conoció la “sabiduría” de Mi lucha, en alemán Mein Kampf, receta para la “solución final”; es decir, la exterminación de los judíos. O uno de los mayores genocidios de la historia: el exterminio deliberado, por hambre, de siete millones de ucranianos. Fue una decisión política de Stalin que pretendía así “disciplinar” al díscolo campesinado de Ucrania.

Sabemos que Némesis, hija de la Noche, era una diosa venerable del panteón griego. Es nuestra mortalidad, nuestra mala suerte, nuestro flagelo. Creo que la ausencia de sabiduría se centra en ella.

Yo me pregunto como el Salmista: “¿Cuál es la medida de mis días?” De los ocho primeros versículos del capítulo 3, copio: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo”. Antes del fin, Cohélet: “Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, mientras no vengan los días malos y se echen encima años en que dirás: ‘No me agradan’; mientras no se nublen el sol y la luz, la luna y las estrellas, y retornen tras la lluvia”.

Y antes del largo adiós, recordaré al poeta Miguel Hernández: “Espérate, muerte, espera/espérate a que me muera/cuando te lo pida yo”. Cuando la guerra haya terminado.


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