No estamos hechos para pensar el mal. Ni para pensarlo ni para comprenderlo. El Creador excluyó esa posibilidad de nuestras estructuras cerebrales. No hay en ellas condiciones de posibilidad para que el mal, con toda su esencial realidad, quepa ahí. No podemos pensar que un ser humano quiera que nuestros niños se mueran de hambre cuando hay comida al alcance de la mano, que haya una voluntad decidida y libre tan perversa que aleje de nosotros, más allá del horizonte infinito, la medicina que puede salvar la vida de quienes amamos, que uno de nuestros amigos, de nuestra familia o simplemente uno de nuestros conocidos salga a la calle y alguien por puro capricho, por el solo disfrute de su perversión, por el goce de hacer su real gana, le quite la vida y disfrute orgiásticamente con ello. Eso, pensamos, está fuera de lo que puede pasar por la mente de un hombre. Se nos ocurre que ha de ser algo que no puede pertenecer al mundo de lo humano sino al de lo diabólico. Si eso sucede en una sociedad, en todo un grupo, en una estructura de poder, debemos estar, sentimos, ante lo que absolutamente nada puede tener que ver con lo que es propio de nosotros.

No podemos pensarlo porque no pertenece a nuestro ser, porque no podemos concebir la fruición del mal mientras sigue siendo mal y como mal se nos presenta y lo vemos, y lo percibimos, y lo tocamos y lo sentimos profundamente en nuestras entrañas, en nuestra sangre y en nuestras entretelas. No podemos verlo como posible. No es de nuestro mundo, creemos. Tiene que ser de otro mundo, pensamos. Y no estamos equivocados. El mal, hasta el punto de ser de una naturaleza radicalmente distinta de la nuestra, solo sería posible en quienes pertenecieran a otro mundo, un mundo en el que así podría hacer su aparición.

Podemos ser malos, ciertamente, pero eso es algo muy distinto de estar poseídos radicalmente por el mal. Dios ha puesto en nosotros un ansia de bien que no puede ser extinguida. Por eso, por muy malo que alguien se conciba y aun malo se quiera y se haga, no podrá convertirse en el mal. Siempre habrá para él una esperanza de bien.

Hay en todo hombre un amor tan propio que por muy desconocido que nos sea, clama desde lo más hondo por la salvación. Lo que pasa es que ese amor en algunos está cubierto con tantas y tan gruesas capas de maldad que no acertamos a descubrirlo.

Por eso seguimos teniendo esperanza. Mientras el mal nos despliega su espectáculo aterrador en nuestro mundo y en nuestra Venezuela de hoy, sabemos que a la postre el triunfo será de su contrario: ese amor.


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