Venezuela está gobernada por un régimen no democrático que puede ser caracterizado como una dictadura porque el poder del Estado está concentrado en el Poder Ejecutivo y los demás poderes del mismo –salvo el Legislativo, al cual se ignora y desconoce sus competencias– están completamente subordinados y controlados por la Presidencia de la República. Además, quienes gobiernan lo hacen de forma totalmente arbitraria, guiada exclusivamente por sus intereses partidarios y sin ninguna clase de limitaciones, salvo la que dicten sus conveniencias.

Lo anteriormente descrito se hace en abierta contradicción e inobservancia de la Constitución Nacional vigente. Estamos en presencia de la coexistencia de dos sistemas políticos, el democrático previsto en la legalidad formalmente vigente y el dictatorial, el realmente imperante, impuesto a partir de 2016 cuando el chavismo decidió dar un golpe de Estado por etapas y culminar su transición desde lo que podríamos caracterizar como una dictablanda (término en desuso) o un autoritarismo competitivo (término más a gusto de los politólogos contemporáneos) a una dictadura que denominamos de nuevo tipo por los características que la diferencian de las dictaduras clásicas. Tema sobre el cual hemos reflexionado y escrito en esta misma columna.

Los procesos electorales fraudulentos realizados a partir de 2017, la creación de una ilegal constituyente (en realidad un parlamento paralelo, vieja amenaza del chavismo después de la derrota del 6/12/2015), y la inconstitucional toma de posesión de Maduro el 10 de enero son operaciones políticas que buscan consolidar la dictadura.

La correcta caracterización del régimen imperante no es un asunto baladí ni su importancia se limita al ámbito académico. Desde el punto de vista político es un asunto clave para definir el posicionamiento, los objetivos y estrategias de los sectores que se oponen al mismo.

A los regímenes de facto no se les reconoce legitimidad ni se cohabita con ellos desde el lado democrático porque los mismos buscan destruir las libertades y perpetuarse en el poder. Mucho menos con uno que pretende convertir a Venezuela en un émulo de la Cuba castrista con todas las consecuencias negativas que ya padecemos.

La resistencia nacional y ciudadana es la política correcta ante la dictadura, cualquier otra política o actitud la fortalece y facilita sus propósitos.

Cuando hablo de resistencia me refiero a una política capaz de unir y articular a la mayoría social partidaria del cambio, de trazar una estrategia eficaz para enfrentarla y con la flexibilidad táctica suficiente para desenvolverse en todos los tableros en los cuales se escenifique la confrontación. En este particular es imprescindible politizar la lucha de la ciudadanía por sus reivindicaciones socioeconómicas. Se trata en las presentes circunstancias de reflujo del movimiento democrático de ir acumulando fuerza, articulación y cohesión, lo que tomará su tiempo y aconseja evitar los atajos y riesgos innecesarios porque el asunto no es sencillo ni fácil, mas no imposible a la luz de la enorme crisis en progreso.

No vislumbro en el corto plazo un cambio porque el régimen siente que puede continuar surfeando la crisis (su principal debilidad), que el tiempo juega a su favor (y no carece de razón en el particular), de que la contestación social no amenaza todavía la gobernabilidad, porque la presión internacional no es suficiente si no está acompañada de una fuerte presión interna que fracture a la FAN y, last but no least, porque han aprendido a vivir con menos recursos concentrándolos en las áreas clave para sostener el aparato de dominación.


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