Hoy es día de especial significación para la cristiandad. Es el primer domingo posterior a la también primera luna llena primaveral y, de acuerdo con lo dispuesto por el Concilio Ecuménico de Nicea (325 D. C.) –o, tal vez, por los cálculos de Dionisio el Exiguo, monje y matemático del siglo V, inventor del Anno Domini, de quien pocos datos se tienen que acrediten su paso por este mundo–, concluye la Cuaresma, período de ayunos y preparación espiritual que precede a la Semana Santa. Sí, es hoy Domingo de Ramos y nada de raro hubiese tenido que mi atención se centrase en esta fiesta de palmas y palmeros con que se recuerda, ¡hosanna!, la entrada triunfal de Jesús –¡en burro, válgame Dios!– a Jerusalén, y se inicia el ceremonial relacionado con su pasión, muerte y resurrección; pero otra celebración, litúrgica y mariana, me puso en la ruta de los ángeles. Y también en la de los demonios.

El almanaque civil señala que estamos a 25 de marzo, fecha que el santoral católico consagra a «la buena nueva», mediante la cual el arcángel Gabriel le comunicaba a María, campesina de Galilea ayuntada con el carpintero José, que unos de los aspectos del Hacedor, el Espíritu Santo, la fecundaría y la haría bendita entre todas las mujeres y madre virgen del tercer integrante de la Santísima Trinidad: «No temas, María, has encontrado la gracia de Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». La portentosa «Anunciación» ocurrió exactamente nueve meses antes de Navidad y fue motivo de inspiración de Fra Angélico, Botticelli, Caravaggio y Leonardo, para nombrar a unos pocos de entre otros muchos y eximios artistas.

Lo que realmente desvió mi escritura hacia las criaturas que revolotean cual pájaros en las composiciones de la portentosa Anunciación fue que, al revisar unas cuantas al alcance de internautas sin brújula, caí en cuenta de que a ningún gran pintor, ni siquiera a Da Vinci, cuyos dibujos anatómicos parecieran hechos con el auxilio de un escáner, le preocupó que, a los ojos de un espectador medianamente perspicaz, resultaba imposible que el mensajero celestial levantase vuelo con las alas que le pintaron.

En Contrapunto (1928), acaso su mejor novela, Aldous Huxley fabula una sobremesa en la que un contertulio pregunta a otro, conocedor de arte e hijo de un pintor, si no se ha fijado en que «todas las pinturas de ángeles son absolutamente incorrectas y anticientíficas». Y, sin esperar respuesta, argumenta que, de llegar a tener alas, un hombre de 70 kilos, para moverlas y poder volar, tendría que desarrollar una colosal musculatura, lo que entrañaría estar dotado de un esternón de unos 5 pies de longitud (1,5 m). Y remata su alegato con estas palabras: «Dígale esto a su padre la próxima vez que sienta deseos de pintar una Anunciación. Todos los Gabrieles que existen son verdaderamente chocantes por lo improbables». Yo no sería tan radical como Illidge –que así llamó el autor de Un mundo feliz al impertinente inquisidor–, pues los querubines de este cuento dominical no son los asexuados y etéreos seres sin ombligo, objetos de bizantinas discusiones y plasmados por el pincel de Rubens con más nalgas que plumas, que nuestro Andrés Eloy Blanco quería se pintaran negros. No, son los «angelitos» de carne y huesos que insurgieron contra quienes estaban, bajo juramento, obligados a obedecer y defender.

A un escritor galo apenas recordado, Anatole France –premio Nobel de Literatura 1921–, debemos La rebelión de los ángeles, «espléndida y divertida metáfora de la eterna lucha entre el bien y el mal» que, copiamos ad pedem litterae, «nos sitúa en el centro de la más audaz y quimérica de las empresas imaginables: destronar al tirano del universo, el todopoderoso y anciano Dios de la mitología judeocristiana». Con ese mismo nombre, no sé si a conciencia o por mera casualidad, apareció en 1992, en forma de libro, una extensa apología de los sediciosos que fracasaron en su intento de asesinar a Carlos Andrés Pérez a objeto de hacerse con el coroto, y que, es bueno recordar, no por ello fueron satanizados, como lo están siendo ahora oficiales de mediana y alta graduación, por la troika paranoide Maduro-Padrino-Cabello, perseguida por el fantasma de un cuartelazo que no termina de cristalizar. A juzgar por los arrebatos de miedo, tal manía persecutoria no pareciera infundada. Ya algunos militares activos y retirados han sido confinados a permanecer como zombis en ergástulas tan oscuras y silenciosas como las tumbas donde yacen los más de 150 muertos en las protestas del año pasado. Otros han pasado a la clandestinidad. Y seguramente hay unos cuantos ángeles terribles e inquietos diablillos sin identificar.

Quienes han conspirado entre gallos y medianoche saben que los días festivos o de recogimiento son ideales para conjuras y sorpresas. Durante la Navidad de 1957 se planificó la asonada del 1 de enero de 1958 que agarró a Pérez Jiménez y su séquito con un ratón de bandera. La repentina devaluación del bolívar de 1983, circunstancia que estableció un antes y un después en la historia económica del país, se produjo un 18 de febrero, víspera de los carnavales. Estos días ciertamente compelen al ensimismamiento espiritual de los creyentes y favorecen el esparcimiento corporal de los que solo se acuerdan del santo cuando necesitan la limosna. Puede que igualmente propicien un nuevo levantamiento seráfico capaz de impedir que un demonio devenido en falso mesías, vestido de nazareno y una cruz de tentadoras promesas a cuestas, se haga pasar por el ansiado deus ex machina que ponga término a la tragedia nacional y, en vez de romper la piñata roja, apriete más las tuercas de la opresión castrense. La alternativa es atroz porque comporta la presencia de fuerzas sobrenaturales, imposibles de enfrentar con oraciones, y de beatíficas ilusiones –wishful thinking– que reclaman poner los pies en tierra. El futuro no depende de poderes alienígenas ni de íncubos y serafines, ángeles todos, unos del bien, otros del mal, ¡no!: el porvenir pertenece a hombres y mujeres amantes de la libertad que ya comienzan a moverse en la dirección debida para bajar el telón en el último acto de lo que parecía una tragedia sin fin.


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