I

Me gusta pensar que el vínculo que tengo con mi hija es único y especial. Lo pensamos todas las madres. Pero en esta ocasión hablo del vínculo físico, el cordón umbilical. El nuestro era uno solo, generalmente son dos entrelazados. Esta condición hizo que mi padre se sentara durante horas a revisar sus libros de pediatría y neonatología, aunque en la clínica se ocuparon de hacernos todos los estudios necesarios. Pero él me dijo que nunca había visto algo parecido en 45 años de ejercicio.

Mi padre murió apenas unos meses después, pero él fue su primer pediatra, le puso sus primeras vacunas y le hacía lo que entonces se conocía como control del niño sano. Es nuestro angelito de la guarda desde entonces. Pero tuvimos la fortuna de contar con otros ángeles de batas blancas, que dichosamente todavía están aquí. No solo en la Tierra, sino en Caracas.

Su pediatra, Federico Borges, es además cardiólogo infantil y a él le debo un diagnóstico certero y temprano de la acidosis tubular renal distal. Cuando me lo dijo, apelé también a los libros de la biblioteca de mi padre para entender de qué se trataba. Y gracias a él y a que me refirió a un nefrólogo mi hija creció sin ninguna complicación ni secuela. Tanto el doctor Borges como el doctor Carlos Cuervo y el doctor Marcos Ariza tuvieron la paciencia y la extraordinaria experticia para guiarnos en un proceso que no fue fácil, pero cuyo resultado final es mi hija ahora, una hermosa mujer.

II

Mi hermana se consiguió en la cola del camión del pollo a una compañera que se graduó con ella en la universidad. Es gastroenteróloga infantil y todavía trabaja en el Hospital de Niños. La profunda tristeza de la doctora se veía en sus ojos.

Lo que ella cuenta, el estado del hospital, las condiciones en las que trabajan, la cantidad de niños sin tratamiento, la falta de medicamentos y de comida, todo eso lo sabemos. Lo que pocos pueden imaginar es que ella extraña, además, lo que se llama “hacer ciencia”. Los médicos no solamente revisan al paciente y escriben una receta. Menos cuando trabajan en un hospital como el que en otras épocas fuera el de niños de Caracas.

Hacer ciencia, para un médico, es la posibilidad de debatir con sus colegas sobre las mejores estrategias para tratar un paciente, consultar viejos casos, documentar datos sobre cada uno que llega, decidir tratamientos y dosis. La doctora con profunda frustración decía: “No podemos hacer eso, diagnosticamos como podemos, tratamos con lo que tenemos. Lo peor es que las nuevas generaciones de médicos se acostumbran a eso. Nosotros los viejos lo lamentamos”.

III

A ella le pregunté por el doctor Borges, por el doctor Ángelo Sparano. Siguen en el Hospital de Niños, porfiando contra la adversidad. El doctor Marcos Ariza se jubiló, pero sigue en su consultorio muy cerca del hospital. El doctor Borges, además, en la clínica Luis Razetti.

Así como ellos hay muchos, en clínicas y hospitales. A todos los mueve lo mismo, a contracorriente mantener y cumplir el juramento hipocrático que enunciaron al graduarse en alguna de las excelentes universidades del país.

Aunque este desgobierno siga cometiendo crímenes de lesa humanidad, me reconforta saber que todavía tenemos aquí ángeles de batas blancas.


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