En las frías regiones de Finlandia vivió hacia 1903 en una pequeña aldea del interior, donde la nieve suele ser para sus moradores la más segura compañía, un pintor solitario, desarraigado casi, de quien no se conocía tampoco vinculación con movimientos pictóricos de su época. Se llamaba Hugo Simberg, y para la fecha referida ya había concluido las dos versiones del cuadro que iba a ser catalogado por la posteridad como una de las obras fundamentales de la pintura finlandesa. Finlandesa y mundial, si se tiene en cuenta la consulta que se hizo en Alemania a escritores famosos sobre los cien mejores cuadros de la pintura universal. El cuadro titulado El ángel herido de Simberg, que figura entre los cien mejores cuadros, puede ser admirado actualmente en la iglesia de San Juan, en la población de Tampere y en el Museo Taide, de Helsinki. Simberg murió a los 44 años de edad a consecuencia de tuberculosis, catorce años después de haber concluido su obra maestra. De él se conocen otras piezas, pero por ninguna de ellas adquirió notoriedad: ni por el estilo en ellas mostrado ni por la adscripción a movimiento alguno en una época en que la pintura alcanza formas extraordinarias de expresión, ni por la originalidad de sus temas, ni siquiera como el ejecutante. Pero en El ángel herido Simberg contó una historia que no nos ha llegado ni hay modo de aproximarse a ella.

El tema del cuadro es un ángel que transportan dos niños campesinos por uno de esos caminos de herradura que se abren en la campiña. Al borde del camino hay flores silvestres, y un ramo de flores silvestres tiene también agarrado y prensado el ángel contra uno de los brazos de la parihuela que lo transporta. Se puede reconocer restos de sangre en sus alas, dobladas ligeramente hacia arriba como si estuvieran inertes, como si ya no sirvieran para lo que deben servirle las alas a un ángel, más allá del adorno imaginario que representan. Una de ellas, la izquierda, de todas maneras, hacia el extremo final muestra una suerte de desgarro. De eso parece que el ángel está herido. Porque ¿qué otra cosa podría dañar a un ángel? Tiene, además, vendados la frente y los ojos Y su pelo al que desmelena un viento acariciador cae sobre el cuello. Toda la figura es como ingrávida, como si no ejerciera peso alguno sobre el asiento que lo transporta, de manera que no ha sido necesario por ello que los niños se echen al hombro los brazos de la parihuela; las cargan a la altura de los hombros. De los dos niños, solamente el de adelante parece preocupado, un poco más en su papel –se diría– de lo que está haciendo, mientras que el que va detrás parece reflejar adustez en el semblante, algo de esa preocupación que se advierte en la cara de los niños campesinos madurados anticipadamente.

Todo tiene vida en el cuadro –entidad propia– de lo que están haciendo, así que hay que descartar que los niños carguen simplemente con una imagen de procesión, por ejemplo: Todo es real y el ángel, dentro de esa realidad que tienen los seres sobrenaturales, ocupa un espacio vital.

Pero ¿por qué y adónde transportan estos niños un ángel herido? ¿Dónde resultó herido? ¿Dónde lo recogieron? ¿Qué les motivó a llevar entre los dos al ángel herido? ¿Qué tipo de alegoría hervía en la mente del pintor? ¿Qué es lo que está en marcha? Y uno que, como tantos otros, ha tenido que salir en salvaguarda de la propia identidad de una de las regiones más hermosas del mundo, piensa que este del ángel herido bien podría ser el símbolo del país que han tenido que abandonar una buena parte de sus habitantes camino del exilio.

Pero digamos que se trata de una herida alegórica de la que Venezuela se recompondrá con el paso del tiempo, ya que esa herida y ese deterioro no son más que un trance transitorio el cual, una vez superado, va a efectuar en el país un proceso de inmunización contra cualquier otro intento desestabilizador como el padecido durante estos últimos veinte años a manos de quienes se han dado a la tarea de destruirlo –destruirnos– sistemáticamente con técnicas solamente conocidas en los más despreciables regímenes.


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