De todas sus amenazas y promesas electorales, con las que más consecuente y cumplidor ha sido el presidente Donald Trump es con las referidas a la prensa y los periodistas. Él considera que los periodistas son los “seres más deshonestos” de la Tierra, que “deben callarse la boca” y una serie más de insultos y descalificaciones. Al tren que va, en cualquier momento supera al ecuatoriano Rafael Correa.

Y Trump avanza y hace cosas impensables: discrimina, impide que periodistas entren a reuniones de prensa y los descalifica públicamente. (Ver como antecedentes del mismo tipo a Chávez, Maduro, Correa, Morales, Ortega y los Kirchner: todos enemigos de la libertad de prensa).

Antes de llegar al poder, en el llano, Trump utilizó a la prensa. Y se jactaba de ello. “Los periodistas aman odiarme, pero me necesitan porque yo le doy titulares, les mejoro el rating”. En buena medida fue así: la prensa y los periodistas fueron el instrumento para que Trump fuera conocido en toda la nación que es la primera e imprescindible etapa a cumplir para cualquier político. Y de nada sirvió que en gran parte de esa “promoción involuntaria” de Trump fuera presentado como un ridículo, un desaforado y un desprolijo en todas las materias y temas delicados o sensibles (mujeres, inmigración, diferencias de razas y religiosas). Podría mostrárselo como un “loco suelto”, pero se lo hizo personaje y llegó a presidente de Estados Unidos.

Hoy Trump sabe que es noticia, que es el dueño de los titulares y primeras planas y cabezas de página y de los informativos, sin necesidad de decir disparates: es el presidente del país más grande del mundo.

Pero no le basta.

Aparentemente se afilia, a su estilo, a la tesis de Lenin de que los medios de comunicación tienen que ser órganos del partido. Trump, aunque no tiene partido propio, en alguna medida pretende que los medios se comporten de acuerdo con sus gustos y pareceres.

En una línea ya muy conocida y muy cara a los populismos progresistas y autoritarios de estos lares, Trump amenaza y empuña una ley “antilibelo”. Una ley de prensa; una de las varias formas para vestir y disfrazar “una ley mordaza”.

Según se asegura, es difícil que la iniciativa prospere. Los medios, la gran mayoría, le darán batalla y además de ello sería una ley anticonstitucional que violaría la Primera Enmienda.

Pero, cuidado, en los últimos tiempos las que más se han dado y concretado son esas cosas imposibles: el propio Trump es uno de los ejemplos más elocuente e ilustrativo.

Mas allá de si hay ley o no, plantearla puede ser parte de la estrategia del presidente norteamericano en su guerra contra la prensa. Maneja, como lo han hecho tantos, un buen eslogan: “Si un medio escribe algo mal, debe retractarse, y, si no, se le debe juzgar”. (Aquello de la información veraz).

La cuestión es que el público es receptivo: ¿por qué no quieren corregir algo que fue errado?, se pregunta. No pueden escribir cosas malas todas las veces que quieran sin ningún freno, reflexiona. Deben y pueden ser juzgados como cualquier otro ciudadano, concluye.

Un razonamiento difícil de contrarrestar, pese a que la realidad es tan clara: ningún medio, cuando se equivoca, deja de enmendarlo. Y si no lo hace, se encarga de hacerlo la competencia y los que han sido aludidos o afectados. El fin de los medios es informar hechos ciertos y no necesita de jueces y tribunales para corregir sus errores. Está en juego su credibilidad y esta es su única fuerza y riqueza.

Precisamente, ese es el objetivo de Trump: afectar la credibilidad de los medios. Y entre sus adeptos ya lo ha logrado, 80% cree lo que Trump dice y solo 3% de ellos cree en la prensa.

Es un aspecto que los medios norteamericanos habrán de tener presente y cuidar mucho en su enfrentamiento contra Trump. No perder, y además recobrar la credibilidad perdida, parte de la cual, quizás, se perdió por haber dado titulares a las parrafadas de aquel desconocido Trump.

El público, en tanto, no debiera distraerse ni confundirse. Fijarse en la luna y no en el dedo que se la está señalando. Lo que importa no es si “debe retractarse” o si “se le debe juzgar”, sino quién es el que resuelve si lo que “se escribe” está mal o bien. Quién lo dice: ¿Trump? ¿Maduro? ¿Chávez? ¿Ortega?

Cuidado cuando aparece un dueño de la verdad. El debate libre y democrático funciona cuando se nutre de errores y verdades, de muchas verdades. Se acaba cuando se establece que hay una sola verdad y se le pretende aplicar a todos.


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