Desde antes de que la paz de su país se convirtiera en el “leitmotiv” de la presidencia de Juan Manuel Santos, el presidente sabía que habría un precio que pagar. Hoy, a pocos meses de entregar el mando, es evidente que cualquier juicio que los colombianos hagan sobre los resultados del proceso de pacificación, que avanza a tropezones, lleva implícita una dosis de culpabilización para quien dirigió el proceso. No puede ser de otra manera.

No hay duda de que el país que entregará a su sucesor en el Palacio de Nariño no se parece en nada al que el recibió. Hay connotaciones buenas y malas en ello. Los contrastes más importantes tienen que ver con la situación de seguridad pública en que se encontraba el país en 2010 cuando este asumió su magistratura, desangrado por una batalla sin cuartel contra la población de parte de una guerrilla depravada y fuerte, y la realidad colombiana de hoy, con los irregulares doblegados, sometidos a una normativa transicional de cara a un gobierno más fuerte que va imponiendo lentamente la tranquilidad en el campo y en las ciudades. Ello fue posible gracias a una turbulenta y larga negociación en la que el gobierno se vio sometido a tener que hacer importantes concesiones en nombre del país. Los costos de ello, los platos rotos del proceso, los está pagando Juan Manuel Santos con la brutal descolgada del índice de apego de los suyos.

En aquel momento, cuando se destaparon las cartas del proceso de negociaciones que tendrían lugar a partir de 2012, era posible imaginar el género de concesiones que sería necesario poner sobre la mesa y aceptar para hacer avanzar con la pacificación y el desmonte guerrillero hacia algún lado. Aun así, la población le daba un fuerte apoyo. Su popularidad, aunque había caído desde 73%, alcanzado en diciembre del primer año de su mandato, se alimentaba, en ese momento, con el favor de casi dos terceras partes del electorado (60%). La descolgada de popularidad de los dos primeros años no tenía que ver con los contactos con los guerrilleros ya que la negociación aún no se vislumbraba públicamente. Las razones de su debilidad tenían más bien que ver con desempleo, alto costo de la vida a inseguridad ciudadana en ese orden.

De allí en adelante, frente al país se airearon cada una de las etapas del proceso de La Habana y, con ello, la confianza depositada en el presidente comenzó a flaquear. Los gobernados no terminaban de digerir los favores que, poco a poco, iban alcanzando los alzados en armas. Estos seguían haciendo gala de su capacidad de fuego y desestabilización en el interior del país, mientras en La Habana aún se deshojaba la margarita.

Al terminar el proceso de paz en 2016 la imagen de Juan Manuel Santos habría sufrido ya un descalabro de envergadura, no solo porque la población rechazaba los términos del acuerdo, sino porque 82% de sus conciudadanos, según Gallup, pensaban que la economía del país estaba peor. Y 90% sacaba a relucir que al lado de que el costo de vida había desmejorado, la corrupción era una de las máximas preocupaciones en Colombia.

Así llegamos a estas fechas, después de que desde la Presidencia se desconoció olímpicamente el plebiscito que derrotó su paz y después de que el país entró en un proceso de implementación confuso, injusto e irregular de esa paz irredenta. Ambas cosas fueron interpretadas por los connacionales como un monumental irrespeto al sentir popular.

Nada hace pensar que en los meses que quedan el presidente pueda recuperar su imagen del deterioro sufrido. Con menos de 15% de aceptación, el mandatario se enfrenta al año de la elección de su sucesor. El hombre entregará la banda, posiblemente satisfecho internamente de lo que hizo por la paz, y consciente del precio que le tocó pagar. En el camino, se habrá convertido en el presidente que consiguió la peor calificación desde su independencia.


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