El gran escape

Sabiéndolo político de nación, como definiera Manuel Caballero a Rómulo Betancourt, su antecesor directo, es imaginable las noches de insomnio que habrá pasado Antonio Ledezma durante esos 1.000 días de encierro pensando en la más importante decisión que habría de tomar en su vida. Cruzar el Rubicón y asumir el liderazgo de la lucha contra la dictadura a nivel global.

Conociéndolo como creemos conocerlo, no hubiera llegado al extremo de poner su vida en la balanza de un riesgo letal, como salir a campo traviesa y quedar expuesto en descampado al ametrallamiento por parte de los esbirros de la dictadura. Que de lograr la šproezaš de asesinarlo ya estarían recibiendo las condecoraciones de rigor. Lo hizo en el mayor sigilo, sin comunicárselo ni a sus seres más queridos, asumiendo a plenitud el riesgo de jugarse la vida en solitario para poder cumplir con las obligaciones políticas y morales que le dictaban su conciencia y sus principios. Jugarse la vida por la liberación de su patria. Esa que aprendió a amar y respetar en el modesto barrio de San Juan de los Morros, criado en el seno de una familia de las más humildes condiciones. Y entregado desde su temprana adolescencia a su pasión: la política. Que lo llevara a liderar a sus compañeros, a lograr para ellos las becas que jamás pidió para sí mismo e incluso conocer las primeras estancias en un calabazo.

Esperó todo ese tiempo carcomiéndole las entrañas el llamado de su pueblo para que asumiera sus máximas responsabilidades, pero atento al orden del tiempo: dándole a sus viejos compañeros todas las oportunidades para que enfrentaran con fortaleza, temple y decoro –sus atributos preferidos– el horror dictatorial. Ante el evidente fracaso de los partidos del sistema, que trascendieron la inopia para bordear la traición –los casos de sus viejos compañeros socialdemócratas escandalizan a la opinión pública venezolana por su aviesa traición y el entreguismo descarado a la desquiciada voluntad de la satrapía– se vio en la obligación de aceptar, finalmente, el reto y optar por correr el mayor riesgo de su vida para ponerse al frente de la lucha contra la dictadura.

Es más, mucho más que la lucha contra una dictadura de vieja estirpe que revive los viejos traumas del caudillismo tropical. O el neofascismo de los gobiernos militares del pasado. Maduro no es Batista ni Pérez Jiménez, Rojas Pinilla ni Chapita Trujillo. Y desde luego, ni la sombra de Augusto Pinochet o los dictadores militares del Cono Sur. Es un esbirro, un apparatschick de la nomenclatura cubana al servicio de un proyecto de dominación mundial que combina tres variables letales para la existencia de Venezuela, de América Latina, del hemisferio occidental y del mundo, por exagerado que ello parezca: el castrocomunismo tiránico, el narcotráfico y el Estado Islámico. Los tres peores enemigos de la civilización.

De modo que mal podían los ágrafos y aldeanos dirigentes de la llamada MUD, atentos solo a sus miserables canonjías o mendigando sus puestos en el organigrama dictatorial –consejos municipales, alcaldías, gobernaciones– siempre apegados a las taras de un pasado político plagado de incompetencia y corrupción, poder dar respuesta a nivel global a los desafíos de los principales poderes del mal que hoy se encarnan en la dictadura venezolana.

Solo Antonio Ledezma y María Corina Machado son hoy por hoy, al más alto nivel de nuestra clase política, conscientes del desafío global que plantea la lucha contra el hombre de los Castro en Caracas, del Estado Islámico en Miraflores y del narcotráfico mundial en Venezuela. Solo ellos pueden comprender el significado de encontrar los apoyos internacionales para enfrentar y derrotar al régimen y proceder a la tarea más difícil e importante vivida por la sociedad venezolana en sus 500 años de historia: reconstruir su gravemente dañado tejido social, limpiarla de las taras genéticas que la llevaran a este abismo y construir la patria soñada por nuestros libertadores. Democrática y liberal. Justa y próspera. A la cabeza del cambio de un continente que clama por encontrar la senda definitiva de su emancipación.

Es la tarea que enfrentamos. Que Dios nos asista a resolverla con éxito.


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