Cuando preguntaron a Daniel Barenboim, el gran director y pianista, qué era para él la música respondió sin titubeo alguno: aire sonoro.

Y a uno le queda la duda, tal como van las cosas, si esa definición no convendría por igual a la economía.

Alguien que combinó con maestría ambas cosas parece darnos la razón.

A finales de agosto de 2018, el hilo que tensaba el arco de la existencia de Sir James Mirrlees aflojó, perdiendo de esta manera Inglaterra uno de sus más singulares profesores en el campo de esta disciplina humana de la economía. Mirrlees contribuyó a mejorarla por ese procedimiento que fue para él una norma de vida, la de hacer mejor lo bueno. Y esta diferencia entre lo bueno y lo mejor fue algo que comenzó a observar, siendo un niño, un día en el que fue testigo de cómo en su familia se hacía una transacción comercial con la venta de una casa. Quien vende suele saber mucho más sobre el bien que pretende enajenar que quien lo compra y esta observación elevada, con el tiempo, a eso que se conoce como una situación de discernimiento, llevó a Mirrlees a formular el principio de la asimetría de la información. Esta disparidad entre el que vende y el que compra, entre quien tiene que pagar impuestos al Estado y el uso que de ellos haga esa entidad pública contribuye, al mismo tiempo, al bienestar o a la inconformidad entre quien paga y cobra, causa y origen de problemas sociales mayores.

Pero no adelantemos acontecimientos.

Completados los estudios de matemáticas en Cambridge, que derivaría luego a los de economía, James Mirrlees llegó a ser un experto en otra actividad que le supuso increíbles beneficios.

Cuando en una reunión de amigos, inicialmente, y luego ante grandes masas de público, levantaba las tapas de un piano y colocaba sus dedos en el teclado, se producía el más respetuoso silencio de quienes estaban en la sala, silencio que terminaría coronado por los aplausos al final del concierto con el que este joven les había sorprendido.

A finales de la década de los sesenta coincidiendo, por cierto, con los disturbios estudiantiles del 68, al profesor James Mirrlees le fue otorgado el premio Nobel de economía. Y la razón residía en aquella inicial observación sobre la primera transacción comercial que había presenciado en su vida elevada a la categoría de la que viene a ser una situación de discernimiento. La misma en virtud de la cual, otro joven inglés, Newton, vio un día que mientras una manzana caía, el humo de un hoguera de campesinos se elevaba a la atmósfera.

En 1971, como profesor invitado en el MIT, publicó Mirrlees uno de los libros sobre planificación para los países en desarrollo que se ha convertido en algo así como la biblia de los países subdesarrollados en los cuales los más avanzados tratan de hacer inversiones. Ese texto fue escrito para minimizar de la mejor manera posible los trastorno de la ley de la asimetría de la información en beneficio de unos y sin perjuicio de los otros. De los más débiles.

El predominio del algoritmo, en lugar de recurrir al ensayo y al error y el auge de la inteligencia artificial, asunto que todavía queda fuera de cálculo por lo que el predominio de la misma supuso para la  economía, iban a hacer el resto.

Así están las cosas, si se atiende a la obra que acaba de publicar y que millones de gente están leyendo en estos días en todos los idiomas cultos –según estadísticas de ventas– del libro 21 lecciones para el siglo XXI, de Yuval Noah Harari.

Pero volviendo a la definición de Daniel Barenboim y a la combinación de música y economía del profesor inglés Mirrlees y teniendo en cuenta lo que vengo exponiendo, eso que para unos países ha sido aire sonoro, modulado en pequeñas rachas, se ha convertido para otros en una especie de vendaval que no deja títere con cabeza ni sombrero en su sitio.

Tal es la triste realidad de Venezuela donde, a partir de lo económico se ha hecho ya imposible vivir, por más que los que mandan –o creen hacerlo– apliquen fórmulas de un día para otro sin resultado alguno previsible.


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