A la hora de los lamentos podemos quedar atrapados en las arenas movedizas de la incorrección política. Es riesgo difícil de eludir que, sin embargo, debemos correr y aquí estamos, cálamo en ristre, es un decir, prestos a pergeñar comentarios en torno a las reacciones provocadas por lo que José Virtuoso, rector de la Universidad Católica Andrés Bello, estima ha sido «el proceso más viciado de nuestra historia». Han transcurrido apenas 3 días (compongo esta pieza, ¡uf, vaya pedantería!, el atravesado miércoles) desde que un cuarteto de inescrupulosas celestinas estafara a la ciudadanía con la farsa escenificada para aplicar al gobierno una mano de barniz democrático que le permitiese seguir fingiendo que es incomprendida víctima de una conjura financiada por el imperio y ejecutada por fuerzas oscurantistas vernáculas. A estas alturas, hacen su agosto especulativo los analistas del día después que señalan con sus acusadores dedos al liderazgo de la oposición para responsabilizarlo del desfalco consumado por la dictadura, y los militantes de la abstención que abominaron del voto y, al grito de ¡se los dije!, celebran el fracaso de la estrategia unitaria. No comulgamos con estas posiciones porque anteponen la emoción a la razón; empero, al margen de los dictados de la pasión, quedó claro, eso sí, que no pudo el maquillaje del CNE hacer brillar las pretensiones del gobierno y el Sr. Maduro ha quedado en pelotas cual el rey que, en un cuento de Hans Christian Andersen –“El traje nuevo del emperador”–, se paseaba entre sus súbditos como Dios lo trajo al mundo, cubierto con la suave, delicada e invisible tela del engaño –invisible para los que no desempeñaban bien sus cargos o carecían de inteligencia, según Guido y Luigi Farabutto, los falsos tejedores que urdieron el timo–, sin que nadie se diera por enterado del fiasco y más bien se prodigase admiración a la esplendidez de un atuendo inexistente… hasta que un niño gritó: ¡Pero si va con las nalgas al aire!

«No tiene por qué ser verdad los que todo el mundo piensa que es verdad» es la lección que enseña la fábula del escritor danés, moraleja bien aprendida por los listillos que, para despojar de sus atribuciones a la Asamblea Nacional, orquestaron y pusieron en marcha un plan, forjado en habanera fragua, a objeto de legitimar el usurpado poder originario y controlar el grueso de las gobernaciones, desechando de paso a los incompetentes segundones de la generación golpista (Vielma Mora, Arias Cárdenas, Mata Figueroa) que, de una u otra forma, molestan al Ejecutivo –¡ojo!: nada de raro tendría que los nombren supragobernadores–, y cediendo a la contrarrevolución (?), para administrarlos sin recursos, los espacios más conflictivos del territorio nacional, aquellos donde los servicios públicos han colapsado y los capos del contrabando, las vacunas, el narcotráfico, la minería ilegal y otras modalidades delictivas de envergadura son los que cortan el bacalao. Para alcanzar sus metas, no ha vacilado la siniestra entente PSUV & FANB en recurrir al fraude, no una, sino dos veces en menos de cuatro meses. Se dirá que en dictadura el voto es tan intangible como el ropaje del monarca nudista. Pero hay que demostrarlo y, en tal sentido, votar no fue en vano. Ya actuarios y estadígrafos se han referido a las inconsistencias numéricas de los escrutinios, análogas a las detectadas por Smartmatic en ocasión de la tómbola prostituyente. Procede, y en ello tiene sobrada razón el Grupo de Lima, una auditoría profesional e independiente. La petición será desestimada por «injerencista» y recibirá apoyo y aplausos, ¡clap, clap, clap!, de Evo Morales, Daniel Ortega, Raúl Castro y Diego Armando Maradona.

«Se los dije» no es una frase inocua, sino más bien inicua, que por estos días escuchamos hasta el hartazgo; es tan deplorable como sus variantes –eso se sabía, se veía venir, crónica de un fraude anunciado–, porque aquellos que la pronuncian, el lince Juan Radical y la avispada María Sabionda, lo hacen con el sádico regodeo de quien coloca el índice en la llaga para causar dolor y presumen de que si les hubiese hecho caso otro gallo cantaría. ¿Cuál? Lo ignoran. O no quieren saberlo, porque de haberse plegado a sus posturas, la oposición se encontraría en el punto en el que se autoconfinó cuando decidió inhibirse en las elecciones parlamentarias de 2005, o sea, en el limbo ¿ves?, y el cantaclaro sería el mismo, pero su quiquiriquí tendría un registro más alto, o sea, ¿ves? A tales clarividentes, que se llenan la boca con las tres palabras y lavan, eso creen, sus culpas por omisión y colaboracionismo, involuntario, pero colaboracionismo al fin, en la debacle del pasado domingo, habría que asignarles la tarea de responder a la interrogante del momento: ¿y ahora qué? Quizá se excusen argumentado que se trata de una pregunta retórica. No lo es. Y esos patólogos de la política han dado sobradas muestras de su experticia en el diagnóstico del qué, no así del cómo, el cuándo, el dónde y el por qué.

Quizá gastamos demasiada pólvora en zamuros y en nuestro divagar dejamos de lado lo atinente a un principalísimo protagonista de la tragedia comicial: la Mesa de la Unidad Democrática, alianza infamada, ¡y de qué manera!, antes y después del fraude. No soy de los que la respaldan sin condiciones y tengo reparos que aquí y ahora serían material sobrante. Pienso, sí, que debe disipar sospechas concernientes a sus presuntos arreglos con los rojos, aunque no creo que nos haya jugado quiquirigüiqui. Creo que las circunstancias postulan la renovación de su liderazgo y una relación más orgánica y receptiva con el común de la gente. No para oficiar de mirones de palo en el dominó de la negociación con un gobierno que, no conforme con envilecer las instituciones, la moneda nacional, los símbolos patrios y el nombre y figura del Libertador, se ha propuesto putear la voz y el voto, pretendiendo que la mayoría, una vez adormecida, silenciada y harta de ser birlada y burlada, bote tierrita y no juegue más, sino para activar mecanismos de movilización capaces de precipitar un cambio en la conducción del Estado, garantizándole a la ciudadanía que nunca más ha de quedar con los crespos hechos y las ganas de guarachear. ¿Es acaso factible, como ironiza un humorista español, “fundar un mundo nuevo… conservando la antigüedad, naturalemente”? Dejemos en el aire la respuesta junto a una postrera inquietud: ¿qué pasará con las municipales, para no mencionar las presidenciales?


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