Sin duda, el Estado tiene una granm deuda con la diáspora venezolana.

Durante más de una década cientos de miles de ciudadanos han optado por irse del país. Los primeros contingentes fueron silenciosos, profesionales, la clase media; se fueron a lugares más distantes como Europa, Estados Unidos, Argentina y Chile. En los últimos años, empujados por la bárbara crisis económica y una hiperinflación devastadora, otros cientos de miles se han ido. Se han escapado como han podido, en autobús, a pie, en barcazas. Los países limítrofes los han tenido que recibir, mientras ellos mismos padecen de limitaciones debido a sus propias condiciones de países en desarrollo.

La comunidad internacional está alerta, los organismos multilaterales como Acnur y la OIM están trabajando con los gobiernos receptores.

Hay mucho por hacer, sobre todo en tiempos en los que los países asumen con mayor responsabilidad sus obligaciones migratorias. Hoy el mundo es más consciente de la responsabilidad compartida  para manejar esta realidad de una manera coherente. Reconoce el aporte de las diásporas e identifica la cantidad de distorsiones asociadas a las necesidades de los millones de seres humanos que han tenido que emprender la búsqueda de oportunidades más allá de sus tierras, sea por razones subjetivas u objetivas, como las guerras, las hambrunas y las persecuciones políticas, entre otras.

El gobierno hace mal cuando en los últimos años ha ignorado la tragedia que tiene su sello de responsabilidad. Hace mal cuando no trabaja conjuntamente con los países de la región y los organismos internacionales. Hace mal cuando denigra de naciones que han sido receptores de estos venezolanos a pesar de sus propias dificultades. Algún día tendremos que agradecer  la solidaridad  con que países como Colombia, Perú, Ecuador, Chile, Argentina, Panamá , México, República Dominicana, entre otros, han actuado frente a una crisis que se origina en el fracaso de un proyecto político.


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