Es muy duro reconocerlo, incluso algunos podrían afirmar que decirlo es inconveniente desde el punto de vista político, pero lo cierto es que no faltan argumentos para sostener que nuestras principales universidades están hoy en ese estado que precede a la muerte. Sí, al colapso total, al no contar en la actualidad con las condiciones necesarias y suficientes para realizar satisfactoriamente las actividades correspondientes en el cumplimiento de su misión. Esas que están dirigidas, tal como lo señala el artículo 3° de la vigente Ley de Universidades, “…a crear, asimilar y difundir el saber mediante la investigación y la enseñanza; a completar la formación integral iniciada en los ciclos educacionales anteriores; y a formar los equipos profesionales y técnicos que necesita la nación para su desarrollo y progreso”. Unas actividades que hoy en día pueden realizar a duras penas dichas instituciones educativas solo a fuerza de mucho coraje, sacrificio, mística y compromiso de los miembros de su comunidad, ante unas condiciones de funcionamiento terriblemente adversas que las condenan a la supervivencia o a la muerte en vida.

Nuestras casas de estudio más importantes, como le ocurre al país entero, son objeto de un acelerado proceso de destrucción que tiende a agravarse más cada día. Eso es preciso denunciarlo de una manera consistente, contundente y sostenida. Con un discurso claro y exento de confusiones. Sin dar a entender que vivimos en una situación de normalidad. Sin crear la ilusión de que las universidades pueden continuar indefinidamente con sus puertas abiertas, a contracorriente de la tragedia que las afecta a ellas y a los venezolanos en las múltiples dimensiones de la vida nacional. Y, por supuesto, sin renunciar a la información regular sobre los esfuerzos y resultados en el desarrollo de sus políticas académicas y administrativas en estos tiempos de severa crisis y oscurantismo.

Esa agonía institucional –la cual es también de los docentes, empleados y obreros de cada universidad, y en general del país–, es motivo suficiente para que los universitarios hagamos nuestra la declaración de la emergencia humanitaria compleja de la educación, acordada por la Asamblea Nacional el pasado 25 de septiembre. Eso sí, con la conciencia y la convicción de que tal decisión debe trascender la simple queja y la denuncia ocasional. Debe ser mucho más que un reconocimiento pasivo del estado tan deplorable en que se encuentra el sector educativo universitario. Lo ideal es que constituya un factor de resistencia, de movilización y de lucha con espíritu orgánico y unitario de los miembros de la comunidad universitaria. No solo por mejores condiciones laborales, salariales y presupuestarias. También para no perder la universidad misma, para reivindicar la riqueza de lo que ella representa como centro de creación y difusión del saber y lugar por excelencia del pensamiento crítico, para sobreponerse a las fuerzas de la oscuridad que la tildan de enemiga y se empeñan en doblegarla definitivamente. 

¡Queremos una universidad de pie y con dignidad, por su bien y por el bien de Venezuela!


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