¿Por qué me voy de mi amada Venezuela? Es que acaso alguien piensa que es fácil abandonar a mis abuelos, padres, cónyuge, hijos, hermanos, maestros, amigos y afectos con quienes he compartido toda mi existencia, sin importar que tantos años de vida tenga en este momento, solo porque una secta política que se apoderó de mi bello país, ha logrado hasta destruir esa unión familiar que es el símbolo de la verdadera felicidad.

Cómo puede alguien creer que es fácil para mí dejar de saborear las empanadas o las arepas que eran una bendición en cada desayuno, u olvidarme de la sopa de gallina, pollo, o pescado, que podían ser el complemento del pabellón criollo en cada almuerzo, junto con un refrescante papelón. O tal vez, irme a comer un perro caliente o hamburguesa como cena en el kiosco que siempre había estado ubicado en la esquina de la plaza más cercana a mi casa, espacio de estudio o trabajo. Aquí lo único cierto es que esa misma secta política liquidó por completo la moneda nacional, generando una interminable espiral de aumentos en los precios, que ni siquiera me permitían comer junto con mi familia, lo más esencial del día a día, teniendo incluso que presenciar el denigrante acto de ver hasta niños o ancianos comiendo de la basura.

Decidir entre irme o quedarme no es una opción. Se convirtió en una obligación cuando mi hermanito menor tenía que asistir a una escuela con una infraestructura abandonada, sin vidrios, sin puertas, ni instalaciones sanitarias. Cuando el programa de alimentación escolar desapareció en ese plantel, y muchos niños y docentes han dejado de asistir, precisamente porque no tienen nada qué comer. Y en contraste, los hijos de la cúpula de Miraflores estudian en las más costosas universidades del exterior.

Debo renunciar a esa parrilla que entre amigos hacíamos cada fin de semana, acompañada de la respectiva cervecita, mientras jugábamos un dominó, o una partida de bolas criollas en el negocio del pueblo. Dejar de ir a bañarme en ese río o playa de aguas cristalinas, que solo es posible encontrar en cada rincón o costa de un país como el nuestro. ¿Pero qué? Al fin y al cabo, esas cosas que hacen la vida tan simple, llena de sonrisas y bellas emociones, también nos fueron robadas por el gobierno; la recreación más simple desapareció de nuestras vidas por culpa de esa perversa cúpula política que vive en sendas mansiones rodeados de cualquier tipo de lujo, con camionetas último modelo, mientras viajan por el mundo hablando de un “socialismo” que solo ha empobrecido a mi patria.

Cómo pueden pretender otros que me quede en Venezuela, aunque en el fondo lo quisiera con toda mi alma, si tengo que ver por redes que una mujer, afectada por cáncer, tiene que mostrar su seno completamente infestado porque la salud del país está tan destruida que esa venezolana no tiene el mínimo tratamiento de quimioterapia que pueda salvarle la vida, obligándola precisamente a emigrar por la bondad de personas y gobiernos de otras naciones que se han convertido en los apoyos más nobles que haya podido recibir, mientras un gobierno la ignoraba en sus más elementales reclamos y derechos.

Y como si eso no fuera suficiente, veo morir al bebé de mi amigo porque en el “hospital”, a pesar de la entrega de las enfermeras y médicos, tampoco tenían medicinas e insumos para poder salvarle la vida, y peor aún, tener que convivir con ese amigo, que ni siquiera recogiendo entre todos los que vivimos en el barrio pudimos comprarle una urna para darle cristiana sepultura, mientras él y su esposa quedaban destruidos. Y decir que la secta política que controla a mi país ha llegado a hablar de “parto humanizado”, mientras las parturientas dan a luz en el piso, para luego colocar esos niños en “cunas de cartón”. ¿Es ese el futuro que desearía vivir en mi país, incluyendo para mi familia?

Quién puede decirme que no me vaya de Venezuela si mis parientes que viven en el Zulia pasan hasta semanas sin electricidad soportando temperaturas inhumanas, y viendo que los pocos alimentos que tienen en sus neveras se descomponen porque simplemente estas no funcionan, o también saber que mis viejos amigos de infancia que se fueron a vivir al llano o el estado Bolívar son víctimas de inundaciones, que les han hecho perder sus enseres y hasta sus inmuebles, sin que exista autoridad alguna que pueda suministrarles alimentos o insumos para su higiene personal, y por el contrario, vemos por los medios como los integrantes de la secta política visten con ropa y calzados que en mi caso tardaría muchos años en poder comprar.

Cómo puedo quedarme en mi país si los asesinos de mi hermano, convictos y confesos maduristas, fueron “beneficiados” por un mal llamado “plan cayapa” que les ha dado una libertad “condicional” con la cual descaradamente han vuelto a delinquir, al unirse al llamado colectivo La Piedrita, cuyo jefe aparece con un grupo de encapuchados amenazando a otros venezolanos de muerte en nombre de la defensa de una supuesta “revolución”, y paradójicamente un diputado a la Asamblea Nacional es sacado por la fuerza de su vivienda, y sin respetarle sus derechos constitucionales, es acusado de un supuesto delito que lo priva de su libertad, solo porque lo más alto de esa perversa cúpula del poder lo condena como un “terrorista” y “traidor a la patria”. 

No es fácil abandonar mi Venezuela querida. Tener que renunciar a las hallacas de mi mamá, o escuchar aquellas gaitas como “Sin rencor”, “La grey zuliana”, “El barrio de mis andanzas” o “Amparito”, sin obviar que hasta esas tradiciones que engalanaban los tiempos decembrinos de mi pueblo fueron quedando silenciadas y olvidadas, porque la crisis económica acabó hasta con esa posibilidad, cuando en tan hermoso país, el poder viajar para el reencuentro de familias se convirtió en un lujo de muy pocos, y menos llegar a tener una cena navideña o de Año Nuevo, mientras quienes se mantienen en el poder nos muestran en múltiples imágenes sus suculentos manjares alumbrados por enormes arbolitos de navidad.

No quisiera abandonarte Venezuela querida, pero ya no me importa cruzar – aunque no tenga pasaporte– la cordillera de los Andes y atravesar, aunque sea caminando, toda Colombia, para llegar a Ecuador, Perú, Chile o Argentina. O salir por bote, aunque me envuelvan los peligros del mar, y poder aventurarme hacia una isla de Caribe o país de América Central. O vender las pocas pertenencias que tengo y comprar un boleto aéreo que me lleve hasta Europa. Lo que más me duele de mi partida es tener que salir de manera forzada, aunque otros indolentes automagnificados en el poder me llamen “esclavo”, “mendigo” o “lavapocetas”, cuando ha sido en mi propio país que ese desgraciado gobierno me ha condenado a vivir como un esclavo o mendigo aunque sea médico, abogado, ingeniero, docente o trabajador especializado en cualquier área de construcción, agrícola, pecuaria, mecánica, administrativa o turismo.

¡Venezuela amada! Hoy tengo que decirte adiós. Llevo dentro de mi corazón el “Alma llanera” de Pedro Elías Gutiérrez, el “Caballo viejo” de Simón Díaz y un profundo “Lamento bolivariano” de Reynaldo Armas, convencido de que volveré a cantar ese oxigonio de canciones junto con todo tu pueblo al frente del Ávila, la inmensidad de Canaima frente al Salto Ángel, las playas de Margarita o Morrocoy, tus inmensas llanuras, en cada piedemonte andino o cruzando el puente que me lleva a Maracaibo, y ese día, elevando una oración al Todopoderoso, la Virgen de Coromoto, la Divina Pastora, la Virgen del Valle y La Chinita, estoy seguro de que encontraremos nuevamente en ti el sueño de Bolívar.

Esta es la carta que cualquier venezolano por diversas razones puede plasmar en su propia historia. ¡Adiós Venezuela!


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