Todos lo recordamos asaz bien; hace casi dos décadas, cuando los adalides de aquella antañona utopía revolucionaria proclamaban la muerte de la representación política, la mayoría del país político se escandalizaba e incluso se horrorizaba con los novísimos acuñamientos nocionales, conceptuales que la alborozada “revolución bolivariana” izaba cuales banderas de propaganda movilizadora en el seno de las grandes legiones de desdentados, alpargatudos y desclasados que le sirvieron de “combustible” social a esa indigesta melcocha parapolítica genéricamente conocida con el nombre de “chavismo”.

Los dirigentes más políticamente avispados, de entre la gaseosa horda de “analfabetas funcionales” de la masa de miserables empobrecidos, se dieron a la tarea de propagar una supuesta “democracia participativa y protagónica”, que a la postre no resultó otra cosa que una espantosa enajenación ideológica de nuevo cuño.

Primero, desde el MBR-200 pasando por el MVR (Movimiento Quinta República) hasta llegar al actual PSUV, (Partido Socialista Unido de Venezuela) el itinerario burocrático de la izquierda jurásica (léase marxista clásica ortodoxa) declaró olímpicamente la muerte del principio de representatividad política, pero en el lugar (topos terregnum) de dicho principio de interacción dialógica participativa nunca emergió un nuevo principio sustitutivo de relacionamiento emancipador entre la militancia de estas estructuras organizativas.

La promesa inicial era reemplazar el principio enajenador de la representatividad que aliena al sujeto de la transformación por una racionalidad participativa de carácter protagónico; en otras palabras, que el sujeto praxiológico de la metamorfosis social civilizatoria se hiciera cargo por sí mismo de su propia liberación y de la consiguiente ruptura de las cadenas que le ataban al amo. Obviamente, ello no ocurrió nunca porque el espacio social y político que otrora ocupaba la burguesía nacional en estrecha alianza con el capital internacional fue colonizado por la nueva clase revolucionaria y autodenominada bolivariana y socialista una vez que los factores de poder fueron desalojados de sus nichos hegemónicos y de dirección de la vida pública nacional.

La nueva clase, representada en la nomenklatura tecnoburocrática de la revolución, en un prodigioso acto de confiscación de las naturales potencialidades de la greguería chavista produjo, de suyo, una inmoral escisión entre dirigentes y dirigidos que no dista en nada o casi nada de los antagonismos irreconciliables que descubrió Hegel en su “dialéctica del amo y el esclavo”. El chavismo engendró una moral de esclavo.


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