J. M. Santos anunció a final de febrero de este año que las FARC habían iniciado el proceso de dejación de sus armas, el primer paso y uno de los compromisos de los criminales para que el proceso de paz rubricado con el gobierno tenga lugar.

El acuerdo había sido censar y registrar las armas guerrilleras por parte de Naciones Unidas y los sitios donde se encuentra lo que se llama el “armamento inestable” (explosivos y minas) y las armas de acompañamiento (armas largas). Los retrasos de las adecuaciones de la infraestructura y la logística de concentración de las 26 “regiones veredales” del país, que son los lugares donde 7.000 guerrilleros se han debido agrupar para el proceso de paz, han contribuido a que el proceso sea lento en extremo.

La entrega debía haber finalizado en los últimos días de mayo, para su posterior destrucción y así no ocurrió. No es necesario recalcar que en este terreno al igual que en muchos otros, cada frente guerrillero actúa por separado como es el estilo de esa organización y ello tampoco contribuye a que la cronología de los hechos avance oportunamente.

Naciones Unidas, por su lado, está a merced de los incumplimientos y de las mentiras de las FARC. La organización forma parte de un eje tripartito conformado por ellos, el gobierno y las FARC, que es quien tiene la responsabilidad de vigilar este proyecto de desarme y otros que tienen que ver con el acceso de los criminales a la vida ciudadana.

El proceso de dejación de armas –estamos hablando de 14.000 unidades de las cuales 11.000 son fusiles según cifras oficiales– y la incorporación de los guerrilleros a las zonas veredales debería haber terminado hace un mes pero aún el tema está crudo. Hace pocos días los jefes guerrilleros triunfalmente anunciaban al país haber cumplido 30% del compromiso de entrega de armas sin que la colectividad colombiana haya podido verificar a través de las Naciones Unidas tal aseveración.

Peor que ello es que el tiempo ha jugado a favor del relajamiento de la supervisión de estas metas. A este respecto escribía la pasada semana el periodista Eduardo Mackenzie: “¿Dónde están los periodistas que han sido testigos de esa entrega de armas? En ninguna parte. Nadie ha visto nada y nadie sabe nada, en realidad. La última vez que supimos de los funcionarios onusianos encargados de vigilar esa entrega fue la semana pasada: estaban en un restaurante en plena francachela con algunos jefes de las FARC. Varios ciudadanos que los descubrieron los interpelaron públicamente y les reprocharon, a gritos, tal complicidad con los jefes narcoterroristas. Lo que hicieron los avergonzados funcionarios de la ONU fue salir corriendo en sus camionetas de vidrios opacos. Alguien filmó la escena y esas imágenes le dieron la vuelta al mundo”.

El caso es que a pesar de la supuesta seriedad de la participación de Naciones Unidas en este proceso, el eje inicial y básico del proceso de pacificación no se está cumpliendo, lo que es la desactivación y destrucción del armamento que llevó a la tumba a cientos de miles de colombianos. Nada hay más importante en Colombia a esta hora que evitar que las FARC se transformen en una organización político militar y el riesgo de que ello ocurra como consecuencia de la ligereza de la ONU y de la cooperación pasiva del gobierno de J. M. Santos es alta. Para ello el proceso de censo, verificación y destrucción debe darse de cara a la colectividad, al país y al mundo.

Visto desde Venezuela, receptáculo principal y activo de las atrocidades de las FARC en suelo vecino, incluyendo la narcotización del país, tal resultado sería el más absoluto despropósito.


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