Durante casi ya siete décadas, la sombra fría y alargada que proyectan los campos de concentración nazi y Auschwitz persisten en recordarnos lo cruel e intolerantes que podemos llegar a ser los seres humanos con nuestros iguales, ya que definitivamente en la historia de la humanidad esta ha sido la constante.

Y es que, así como el siglo XVIII es recordado por la Revolución Industrial que se sucedió en Inglaterra, el siglo XX fue cruelmente marcado por dos guerras mundiales, pero muy en especial por las armas y métodos de destrucción masiva que fueron utilizados a diestra y siniestra, con tanta naturalidad como si de un día de campo se tratara.

Tan profundo y hondo se ha arraigado en la disertación del hombre posterior a la segunda mitad del siglo pasado la eliminación masiva del pueblo judío que la cantidad de tinta vertida en papel por pensadores, intelectuales, escritores y filósofos respecto a la “gran catarsis” que esto representó bien podría servir para teñir de negro las costas alemanas.

Un pensador que ha contribuido con su tinta a las disquisiciones filosóficas –dejando a un lado las invenciones poéticas con la finalidad de narrar sus vivencias de manera vital y profunda– a este respecto es el húngaro Imre Kertesz, quien a la edad de 15 años fue deportado a los campos de concentración de Polonia y liberado un año más tarde de Buchenwald, un campo de exterminio nazi.

Kertesz es una de las pocas voces que gozan de la mayor autoridad en los corredores literarios sobre el tema del Holocausto; sus ensayos, novelas, discursos, ponencias, guiones y artículos periodísticos así lo demuestran, ya que su trabajo provoca la reflexión, y causa un estremecimiento en el corazón, pues nunca deja al lector indiferente.

Su prosa ensayístico-filosófica emplea los elementos de la vida y los acontecimientos más acuciantes para desbordarse de forma plena en lo que más le interesa: su inquietud existencial y la tensión intelectual que ha de lograr con ella; magistralmente enfrenta la vida y su “yo judío” que, afortunada o desafortunadamente, le tocó vivir.

En su experiencia como escritor, Kertesz aprendió a separar la realidad de la lengua, el concepto de su contenido o, si se quiere, la ideología de la experiencia, puesto que es una cuestión crucial para el escritor, incluso desde la perspectiva de su oficio, de la técnica literaria; y se ha obligado a constatar que esta realidad no sirve ni para el objetivo de la forma artística ni para el de la transmisión artística, entre otras razones, porque es más pesadilla que realidad.

Kertesz parte de la idea de que en la sociedad los valores son falsos, los conceptos incomprensibles, la existencia arbitraria, su continuidad depende de oscuras relaciones de poder, y mientras la vida domina de manera total, en su interior carece de la misma.

El género humano se pone a escribir una y otra vez y no puede liberarse de la sensación de carencia; Imre Kertesz reconoce que en el que se vive es un mundo ideológico, lleno de secuelas y en el que él eligió el exilio intelectual; a pesar de ser poseedor de una carga literaria avasalladora, al final de todo su discurso solo muestra una caricatura de nuestros verdaderos pensamientos.

Como lo dice el también galardonado con el Nobel de Literatura 2002: “Nuestra mitología moderna empieza con un gigantesco punto negativo: Dios creó al hombre y el ser humano creó Auschwitz”, esto habla muy mal de la humanidad y nos deja pocas alternativas para el futuro.

Imre Kertesz, un pensador que va dejando constancia, en su literatura, de que Auschwitz no es en absoluto el asunto privado de los judíos esparcidos por el mundo, sino el acontecimiento traumático de la civilización occidental que pronto será considerado el inicio de una nueva era.


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