Si pudiéramos otear el futuro de nuestra Venezuela irreconocible, quizás en unas cuantas centurias tropezaríamos con aquel mundo carente de identidad o la utopía de una humanidad sin gobiernos, sin actores políticos que intervengan negativamente el destino de los pueblos.

Jorge Luis Borges soñó que los hombres podrían vivir algún tiempo amoldados a sus genuinas aspiraciones. ¿Qué sucedió con los gobiernos? –se pregunta desde la posteridad fingida en uno de sus prodigiosos cuentos–. “Según la tradición, fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen”.

Emerge pues la posibilidad hasta ahora ficticia de un orbe sin gobiernos, sin pícaros carentes de oficios útiles a la humanidad, sin excesos acuñados en traiciones y componendas estériles, todo aquello que derriba auténticas probabilidades. Es la utopía del hombre cansado que sueña vivir otro tiempo, un tiempo deseado, rebosante de confianza en el presente, en el porvenir y sobre todo aliviado de tantas declaraciones inverosímiles, germinales de una política activa que casi todo lo envicia o lo retuerce, hasta lo deviene en absurdo, como nos muestra la historia triste de nuestros días aciagos.

Pero volvamos a la realidad que nos envuelve. El presente venezolano parece que no deja espacio a los procesos de formación de buenas expectativas en el consumidor y en los agentes económicos en general. ¿Cuál puede ser la percepción sobre un clima de negocios en medio de este desorden que estamos viviendo? La situación actual y las perspectivas escapan a cualquier intento de medición confiable. La confianza del consumidor, una variable de progresiva utilización en toda proyección económica de corto plazo, contrariamente a lo deseable se expresa en la creciente escasez de productos de primera necesidad, en las interminables colas que le llevan a un “callejón sin salida”, en la imagen doliente de quienes hurgan en la basura para procurarse el sustento que de otra manera no consiguen.

¿Cómo podrían los agentes económicos proveerse de información certera y relevante para la toma de decisiones útiles al comercio, a la industria, a los servicios? En los países económicamente viables, a pesar de sus gobiernos a veces ineptos, la “confianza” exhibe signos relativamente positivos, crece en países de la eurozona, en Estados Unidos, en algunas economías hispanoamericanas y asiáticas, incluso en África del sur. El crecimiento económico esperado para el año en curso será de al menos 2,2% en la Unión Europea; 2,7% en Estados Unidos; 6,6% en China; 1,5% en el Reino Unido, el más bajo del Viejo Mundo como consecuencia del brexit.

En Venezuela se espera una caída ostensible, entre otras cosas, porque el gobierno no genera confianza –todo lo contrario–, mientras acusa al imperialismo de ser causa universal de nuestros males, de nuestros desaciertos y fracasos como sociedad que sucumbe ante la sátira de unos cuantos políticos que no tienen talla, que no merecen acatamiento, menos aún emplazamiento indulgente en nuestra historia contemporánea.

Las más recientes expectativas sobre la producción primaria no pueden ser otra cosa que el lastimero reflejo de nuestros campos diezmados por unas políticas públicas y actuaciones gubernamentales enteramente desatinadas. ¿Qué confianza podría existir entre los productores del campo venezolano después de la irreflexiva puesta en vigencia y realizaciones sumarias de la Ley de tierras y desarrollo agrario? La perspectiva de los agentes económicos sobre las reservas de productos del campo, los recientes pedidos de la industria, la fluidez del crédito agrícola, no puede ser en modo alguno alentadora. Por el contrario, la caída en la producción de carne, de leche, de cereales, para solo mencionar algunos rubros del campo, ha sido apreciable como se evidencia en números reales –no en aquellos manipulados con fines políticos–.

La confianza es un factor fundamental para el buen desempeño de los agentes económicos. El optimismo reflejado en los sectores de la economía –agricultura, industria, comercio, servicios, construcción– deviene en impulsor de la actividad productiva y la creación de valor, acentúa la confianza del consumidor final y sobre todo contribuye al mejoramiento del salario real de los trabajadores. Todo ello tendrá su impacto en la esfera personal y en el hogar doméstico de los asalariados, de los profesionales y maestros, de los comerciantes minoristas.

Cuando las cosas no andan bien, las expectativas de desempleo terminan siendo correlativas de un mayor pesimismo en los consumidores, un sentimiento que apenas se mitiga con simples dádivas gobierneras no sostenibles en el tiempo. Ya cursamos casi 20 años de gobiernos destruyendo la confianza en Venezuela, una realidad que se impone con crudeza en la caída de la propensión a invertir, en los signos de angustia colectiva, en la creciente migración del talento. No habrá mejoría ni posibilidades mientras sigamos en la senda de la confrontación, en el obcecado y oficial artificio que pretende, sin éxito posible, mostrarnos una realidad que no se percibe en la rutina del venezolano, ni en la dinámica de los emprendedores.


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