Por lo visto no fue suficiente que un órgano del poder judicial, írrito, sin majestad ni representatividad alguna, y un presidente de dudosa legitimidad, tanto de origen cuanto de ejercicio, carente de respaldo popular, desconocieran arbitrariamente la voluntad mayoritaria de los venezolanos delegada en la Asamblea Nacional para tratar de imponer a trancas y barrancas el anacrónico y tiránico modelo que Hugo Rafael adquirió en ese cementerio de la historia que es la Cuba castrista; no, no fue suficiente y, en consecuencia, perpetraron un putsch que, natural, inmediata y unánimemente, fue repudiado por el país nacional y la comunidad internacional: un error de cálculo que motivó un recule (a medias) que no ha podido aplacar la ira de una nación harta del desgobierno de Maduro, quien, agotados sus embelecos de prestidigitador de feria, ensaya deslumbrar al público que no cesa de abuchearle con la ilusión de una constituyente, no como la prevista en el texto constitucional, ¡claro que no!, sino una «constituyente comunal», un adefesio de inspiración fascista y corporativista, con el que procura salirse con las suyas. Y, aunque no es esta la primera vez que los camisas rojas pretenden intimidarnos con una «explosión del poder popular», ahora se juegan el resto… y, ¡ojo!, si la oposición hace política con mayúscula, podrían quedar en la carraplana.

Hugo Chávez era un comprador compulsivo de baratijas ideológicas. De su oniomanía sacaron partido charlatanes de toda laya, debidamente acreditados por la exquisita izquierda europea y avalados por el infantilismo ultralatinoamericano, que vendieron y cobraron muy bien las antiguallas con que amoblaron la azotea del aspirante a la eternidad. Ignacio Ramonet, Heinz Dieterich, Alan Woods, István Mészáros, Juan Carlos Monedero, Pablo Iglesias, Ernesto Ceresole son apenas algunos nombres en la abultada nómina de beneficiarios de la revolución bolivarista que incluye a faranduleros (Oliver Stone, Sean Pean, Danny Glover, Naomi Campbell) y a un lingüista caído de la mata (Noam Chomsky); nunca, sin embargo, sabremos quién le habló de Doreen Massey y su “geometría del poder”, concepto del que, tal vez porque le sonó bien o le pereció cuchi –sin imaginar que se pudiese pensar sobre el espacio urbano o rural en términos de una «geografía marxista»–, se apropió el golpista chimbo y magnicida frustrado y, anteponiéndole el adjetivo nueva, hizo pasar como suyo para justificar la recentralización de la administración pública y un eventual tránsito del Estado federal al Estado comunal, con base en tumultuarias asambleas vecinales, sindicales y gremiales cuyos miembros serían designados a dedo por él y, así, hacerse con el control absoluto de la República. El proyecto no se concretó: quedó en veremos, pendiente espada de Damocles, amenazando con caer sobre nuestras cabezas cada vez que al gobierno se le enreda el papagayo a fin de, ¡Alejandro rompiendo el nudo gordiano!, cortar por lo sano cualquier antagonismo a sus planes.

En noviembre de 2012, cuando el mal de Chávez se presentía irreversible –a fuerza de esteroides participó en una campaña electoral lulificada (corazón de patria) por publicistas brasileños–, nos referimos, en estas páginas, a una posible camboyificación del país. Sosteníamos entonces, palabras más, palabras menos, que las comunas eran la última Coca-Cola del desierto rojo y que la colectivización a juro tendría funestas consecuencias, pues, la instauración de un Estado comunal no era cuestión de coser y cantar; nos parecía (y nos sigue pareciendo) irreal la posibilidad de incorporar a misioneros, acostumbrados a la manguangua del subsidio, a una unidad productiva que les exigiría esfuerzo y abnegación, porque la comuna moldea el comportamiento del sujeto en función de una utopía que reclama fe ciega en una redención que jamás llegará, entre otras razones, porque lo que garantiza la permanencia en el poder de los redentores es que los irredentos dependan, para siempre –lo nuestro será para siempre, los nuestro no tiene final–, del asistencialismo gubernamental. Dicho de otra forma, el chavismo no acabará con la pobreza porque, sin pobres, su prédica no tiene razón de ser: si no hay pobres no hay chavismo, así de simple. Eso sí, hay que prodigar circo, mucho circo. Por eso, el tiranuelo aparece, ¿hombre de la emulsión de Scott?, recetando cucharadas de aceite de hígado de bacalao, ¡guácala! Y aquí estamos, bajo sus (re)constituyentes efectos, con Nico bailando salsa porque está en ella y ¡púyalo, Cilia, que esta vaina va en bajada! y Padrino que aplaude y Reverol, en interiores, que azuza a su guardias pretorianos y Jaua, ¡ahí, mi Cabello!… perdón, mi caballo y Bernal, ¡clap, clap, clap!, que pregunta ¿se acabó lo que se daba?

Es previsible que cuando estas líneas se publiquen ya el ciudadano tenga absolutamente claro que la simulación de un congreso constituyente de inspiración corporativa y fascista, tal pretende instrumentar la dictadura, es un fraude sin asidero legal: un absurdo político y un desaguisado jurídico que debemos rechazar sin contemplaciones de ninguna especie, aunque para ello debamos invocar, de ser necesario, el derecho a la rebelión que asiste a los pueblos cuando se les quiere reducir al silencio y someterles a la servidumbre, violando derechos universalmente consagrados como inalienables y conculcando libertades inherentes a la democracia. Maduro confunde intencionadamente a la población, pues una cosa es la asamblea nacional constituyente contemplada en los artículos 347, 348 y 349 de la carta magna como potestad del pueblo, y solo del pueblo, y otra, muy distinta, una congregación excluyente y prostituyente de 500 fieles cooptados por el ejecutivo para que, ¡manos arriba!, avalen sus despropósitos con la señal de costumbre.

A estas alturas resulta inexcusable que, por circunspectos, no hayamos designado ese aquelarre con el que se pretende usurpar el poder originario con la expresión “merienda de negros”, locución en desuso y políticamente inconveniente que el diccionario de la Real Academia Española (22a edición, 2002) registra como «confusión y desorden en que nadie se entiende», y podemos asumir como equivalente a despelote, batahola, barahúnda, guirigay, en fin, al caos y el despelote que buscan Maduro y su combo para profundizar la militarización del régimen y no tener que rendir cuentas a nadie porque, es cosa sabida, donde manda capitán los marineros no tienen voz ni votos. Estamos en la fase final de un autogolpe consumado sin paciencia ni salivita. No somos hormigas y estos individuos, de elefante, solo tienen el rabo, rabo parecido a un gusanito; ¡ah!, el gusanito… bueno, el gusanito es otra historia.


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