La mayoría de los venezolanos sentimos que estamos atrapados en un caos. Gente con cara de tristeza infinita devolviendo productos y víveres en la caja de los supermercados, abastos y en mercados populares, porque no puede pagarlos; he visto gente llorando porque sufre ante la impotencia de no poder llevar alimentos a sus hijos. Las esquinas de Caracas están llenas de minusválidos, jovencitas indigentes con sus niños a cuestas pidiendo limosna o algo qué comer. Causa el mismo malestar dar unos bolívares que no valen nada que no darlos; avergüenza bajar la ventanilla y dar una limosna y, peor aún, si se mira hacia otro lado.

La pobreza extrema crece aceleradamente y está a la vista de todos. En cada esquina hay gente que se disputa con los perros abandonados desperdicios en las bolsas de basura. El estado de desnutrición que se observa en gran parte de la población es solo comparable con la situación en la africana Biafra, donde los niños mueren de inanición.

La cotidianidad en Venezuela, al invertir los días en la ardua tarea de buscar precios más económicos, se ha convertido en una verdadera tortura. Muchas personas se están desprendiendo de todos sus objetos de valor, incluso de recuerdos que tienen un inapreciable significado sentimental, de sus anillos de boda, medallas de bautizo, de cualquier prenda que se haya salvado de los atracos en la calle o de los robos en sus propias casas. Nadie sabe de dónde ni cómo va a sacar dinero para comprar comida y poder matar el hambre.

Calculan que la inflación llegará a 300.000% para finales de año. El rubro que más sube es el alimenticio. El presidente de la Comisión de Finanzas de la Asamblea Nacional, Rafael Guzmán, informó que “se necesitan 200 salarios mínimos para cubrir el costo de la canasta básica”.

Resulta escalofriante ver las cifras del “Ranking inflación promedio”, en el que Venezuela se ubica en el primer puesto con 2.068,5%, y los otros siete países que le siguen en la medición se sitúan a una distancia abismal, como Angola, con 17,8%, y Argentina, con 18,7%, seguidos por Sudán, Egipto, Nigeria, Congo y Ghana, con porcentajes que oscilan entre 16% y 19%. Estamos frente a una espiral perversa y devastadora que solo conduce a la ruina y la miseria.

La insostenible situación es producto de las políticas económicas o la falta de ellas y del modelo “robolucionario”. Su gran fracaso recae exclusivamente en los gobiernos de Chávez y Maduro, que con sus proclamas nacionalistas escondieron una terrible pesadilla que ha desembocado en esta catástrofe, que ha llevado a organismos internacionales a disponer de recursos y enviar ayuda humanitaria a las fronteras con Brasil y Colombia, donde llegan miles de venezolanos que han emprendido el incierto camino del exilio huyendo, entre otras cosas, de la hambruna.

La emigración se plantea como única disyuntiva, real o imaginaria, ante la tragedia que vivimos. El gobierno nunca aceptará la llegada de la ayuda humanitaria bajo la premisa indigesta de que significa un injerencismo. La lógica del poder totalitario, siempre deshumanizado, asociada a una concepción militar de la política y el ejercicio de la represión hasta el terror, se convirtió, por obra y gracia de Nicolás Maduro, en una acción de exterminio.

Lo único que puede revertir la crisis económica y el resto de las crisis que nos agobian y se están tragando nuestro futuro es un cambio de gobierno, y no será por la vía electoral, porque la naturaleza del régimen es antidemocrática. Su salida es cuestión de tiempo. Por ahora solo se vislumbra un escenario de implosión social carente de cauce político, ante una dirigencia opositora desarticulada que no genera confianza.


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