“Las ideas son como las pulgas, saltan de un lado a otro, pero no pican a todo el mundo”.

Stanislaw Lem

“Tan joven y tan viejo”, lo ponderó alguien, acaso un contemporáneo suyo, en intento de aprehender en pocas y contradictorias palabras la grandeza de espíritu y obra de un escritor ennoblecido con el título de Príncipe de las Paradojas. Nos referimos a Gilbert Keith Chesterton. Joven, dada la vivacidad de sus ocurrencias y pareceres; viejo, con el debido respeto a sus convicciones religiosas, en atención a su luciferina sabiduría. Autor de caleidoscópica imaginación e irónica pluma, admirado y citado profusamente por Jorge Luis Borges, G. K. Chesterton ejerció con lucimiento y sin ostentación el periodismo y cultivó, con análogo brillo e idéntica compostura, el ensayo, la novela y la crónica; se atrevió con el verso y la lírica, y profesó con desenfado la polémica: “Cantaba –con voz grave, infiero a partir del exuberante y pesado porte exhibido en sus retratos– romanzas caballerescas, mientras combatía a la perversidad y no a un contrincante de carne y hueso”. También hizo gala de su ingenio en aforismos como: “La aventura podrá ser loca, pero el aventurero ha de ser cuerdo” el cual, una vez leído, asociamos de inmediato a la desquiciada, extemporánea y fuera de lugar empresa revolucionaria castro-chavista –si agregásemos dura y pura rimaría con aventura–, a su insensato y desaparecido conductor y al no menos insensato chofer de guardia.

La identificación de la máxima chestertoniana con el disparate chavista o, en otras palabras, entre la puntería de un magín bien organizado y los desatinos de una azotea mal amoblada, estimuló mi curiosidad respecto a cuántas abstracciones es capaz de procesar el cerebro y, así, tuve noticias de Robert Hooke (1635-1703), astrónomo, biólogo, escultor, físico, matemático, lingüista, médico, relojero y arquitecto, ¡guau!, quien, a finales del siglo XVII, disputó a Sir Isaac Newton la autoría de sus trabajos sobre la gravitación y calculó en 3.155.760.000 el total de ideas albergadas en la mente humana, cifra elevada y larga de escribir y expresar. Se quedó bastante corto el polifacético hombre de ciencias y cofundador de la Royal Society of London: en un trabajo publicado en la revista New Scientist, el periodista británico Mike Holderness calculó en 10 a la 80.000.000.000.000 ideas la capacidad de almacenamiento de una sesera ordinaria, magnitud imposible de transcribir en este espacio y, se nos ha informado, mayor que la de átomos existentes en el universo.

De acuerdo con tales cómputos, el número de nuestros pensamientos tiende a infinito. Nada se nos dice de la variedad y calidad del “primero y más obvio de los actos del entendimiento, limitado al simple conocimiento de algo” (así define el Diccionario de la Real Academia Española el sustantivo idea en su primera acepción). Quizá la repetición ad nauseam de unas pocas imágenes de los objetos percibidos y enquistadas en el coco se incline también a la infinitud. Soporte de tal conjetura es la nula originalidad de las iniciativas gubernamentales dirigidas a solventar una crisis fácil, sí, de negar, mas difícil de ocultar. Estamos gobernados por gente de escasas luces aferrada a una idea fija, mantenerse en poder, sin importar cómo, de la cual derivan variaciones poco creativas, tal la ristra de bolserías desgranadas en el programa de José Vicente Rangel por un cantamañanas empecinado en enfangar un apellido enaltecido por músicos y educadores (uno de ellos es recordado por dictar cátedra de buenas maneras y enseñarnos a comer con cubiertos). Invitado al programa de José Vicente Rangel, entrevistador oficial de la dictadura, sostuvo que el capitalismo “en su afán de sobrevivir arremete contra los pueblos libres con el objetivo de controlar las fuentes de energía, criminalizando a sus gobiernos y presentándolos como amenazas contra la seguridad de Estados Unidos”. El homófobo capitán® y ex cantinero, dado de baja (¡ay, el chisme!) por desfalcar un casino militar, incurre en una deplorable, si no atroz, simplificación, común a los reduccionismos de la izquierda y la derecha radicales, al achacar nuestro anclaje en el tercermundismo, “a un diseño indescifrable concebido en abstracto por una entelequia supranacional” y no a las deficiencias en la conducción de la República. Si hubiese oído hablar alguna vez del principio de parsimonia o navaja de Ockham –si dos teorías en igualdad de condiciones tienen las misma consecuencias, la más simple tiene muchas más probabilidades de ser la correcta y no la más compleja–, no habría hecho el ridículo defendiendo, con la terrible suficiencia derivada del exceso de falta de ignorancia, las posturas belicistas de Maduro, Cabello y Padrino a fin de mitigar el descontento popular con una sobredosis de la más baja de las pasiones colectivas, el patriotismo. Esa con la que el reyecito ha decidido oficiar de sepulturero de la educación superior en la Venezuela bolivariana.

Chávez, advertido por Fidel acerca de la incompatibilidad de la revolución con la libertad de cátedra, la autonomía universitaria y el pensamiento crítico, se propuso estrangular económicamente a las universidades democráticas limitando sus presupuestos en beneficio de casas de estudios pensadas para acabar con los colegios y gremios profesionales y criar, no educar, un rebaño de licenciados exprés y doctores de pacotilla a la medida de sus caprichos. Maduro retoma la iniciativa de su antecesor desempolvando la vieja obsesión marxista de acabar, mediante enseñanzas basadas en el materialismo dialéctico, pelético, peludo, patético y pelín pamplético, con la “educación burguesa”, orientada, según la pedagogía roja, al lucro individual y no al bienestar social. Con estas premisas, el zarcillo Nicolás quiere supeditar las universidades al plan de la patria, privilegiando carreras vinculadas a la supervivencia de un modelo fracasado y no a un proyecto de desarrollo sustentable. Respondiendo pavlovianamente a reflejos condicionados por la noción soviética de progreso, se formarían técnicos robotizados, especialistas en la ejecución de tareas en función de lo dispuesto en manuales de instrucción, y se prescindiría de la filosofía, el derecho, las letras y las humanidades en general. Y es lógico, pues es idea concebida en la testera de un sujeto entrenado para manejar un autobús, sin saber cómo ni por qué funciona el motor, y no en una nación gestada al calor de los valores y principios de la ilustración. El cuartel por encima de la academia y el pragmatismo sobre idealismo; o, en borgiana cavilación, “la mera disciplina –¡y la corrupción!, agregaría yo– usurpado el lugar de la lucidez”. El mesías barinés entró en política sediento de venganza y, ¡vaya contrasentido!, en hombros de la antipolítica. De haber leído a Chesterton él y sus legatarios, antes de derribar un muro, se habrían preguntado, en primer lugar, por qué lo levantaron.

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