“Esta infame región de irresponsabilidad es nuestro primer círculo, del que ninguna confesión de responsabilidad conseguirá arrancarnos y en el que, minuto a minuto, se desgrana la lección de la ‘espantosa, indecible e inimaginable banalidad del mal’ (Hannah Arendt, p. 259)”

Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz

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Bastaría un desapasionado análisis objetivo, si cabe desapasionarse ante un moribundo, para certificar el estado terminal en que se encuentra Venezuela, bajo el régimen dictatorial inaugurado con el consentido asalto al poder por parte de la barbarie militarista el 4 de febrero de 1992;  el 6 de diciembre de 1998, mediante el artilugio de las urnas; el 14 de abril de 2013, mediante la farsa en su fase agonal, luego de la muerte de Hugo Chávez en La Habana, y el traspaso de poder a Nicolás Maduro, decidida también en La Habana antes de sus muertes por Chávez y Fidel Castro. Traspaso de poder reafirmado por el ministerio electoral del régimen luego de reconocer, tras meses de sucedida, la muerte del teniente coronel, preparar sus exequias y proceder a la ceremonia del ritual orquestado por el CNE dirigido por Tibisay Lucena. Todo ello, sea hora de reconocerlo, ante nuestra irresponsable, consciente o inconsciente tolerancia. Y nuestra sempiterna complicidad electorera.

Las cifras dadas como oficiales por el CNE y aceptadas a regañadientes por el candidato opositor Henrique Capriles, que aunque dio los resultados por fraudulentos decidió asumirlos como válidos para evitar una confrontación violenta (sic), dieron una estrecha victoria para el escogido en La Habana por una diferencia de 1,41% de los votos. Aun cuando los más entusiastas defensores de los resultados reconocieron que esa cantidad de votos obtenidos por el funcionario del régimen, carente de todo carisma, brillo y atractivo, era una transferencia directa del resto que quedaba de la popularidad del caudillo al momento de su muerte; lo cierto es que esa mínima diferencia jamás fue aceptada y que el derrumbe electoral que sufriría su gobierno en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, con una caída de 16% de los votos, frente a una oposición que alcanzó 56,22%, puso de manifiesto el derrumbe del proyecto bolivariano mismo. Dejando en claro, de paso, la impotencia de una “oposición” que jamás ha estado verdaderamente dispuesta a desalojar al régimen. La dictadura estaba herida de muerte. No tendría otro medio de sobrevivencia que la violencia más desatada, el desenmascaramiento de la naturaleza dictatorial del régimen y la práctica brutal, reiterada y sistemática del fraude electoral. Así como el asesinato de nuestros héroes inocentes. Así, año y medio después de ese primer fracaso y cuando todos los observadores constataban la radicalización y aumento exponencial de las protestas, pronosticando una grave caída de popularidad, aceptación y respaldo del electorado a Nicolás Maduro, la quiebra de su bloque hegemónico y tras dos semanas de una masiva expresión electoral de la oposición, que llevó 6.841.470 electores a su plebiscito del 16 de julio y la absoluta abstención de ese mismo electorado, el régimen escenificó el fraude más grotesco de la historia de Venezuela y América Latina, también tolerado como si fuera una broma: Tibisay Lucena, dejada a su libre albedrío, sin ningún tipo de observación electoral y decidida a hacer absoluta abstracción de una elemental decencia y racionalidad, manifestó la asistencia a unos centros electorales comprobadamente vacíos de 8.089.320 electores. Los Walking Deads, los llamaron los observadores. Era el votante fantasma que el régimen, absolutamente indiferente a la opinión pública nacional e internacional, decidió sacarse del sombrero para patear la lámpara de todo respeto a los mínimos cánones democráticos. Venezuela había penetrado ya sin máscaras ni disfraces en el terrorífico infierno de las dictaduras. Con una particularidad: en este caso particular se ha tratado de una dictadura hamponil, narcotraficante, terrorista y traidora. Algo inédito en los anales políticos de la América española.

Le costaría el rechazo internacional y el acorralamiento en la OEA debido a su manifiesta violación de los principios de su Carta Democrática, de cuya expulsión promovida por su secretario general, el uruguayo Luis Almagro, se salvaría gracias al indecente respaldo de las insignificantes y corruptas isletas caribeñas empoderadas en ese foro por la demagogia populista venezolana. Saint Martin, un voto tan potente y poderoso como el de Estados Unidos. Y nunca está demás insistir en señalarlo: al secreto disgusto opositor, que no quiere que se metan con el gobierno venezolano, que lo castiguen y sancionen, pues Venezuela es “asunto nuestro”.

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¿Qué razones condujeron al desprecio de hechos tan grosera y manifiestamente dictatoriales como para que los sectores de la oposición oficialmente reconocida y aceptada por la dictadura como su único interlocutor válido menospreciara el brutal quiebre del respaldo popular sufrido irreversiblemente por el régimen, desconociera el asesinato de 140 mártires y le diera la espalda a la insurrección popular en pleno desarrollo para sentarse a discutir sobre la posibilidad que violaciones tan brutales como inventarse más de 8 millones de electores fantasmas, única forma de mantener con vida al moribundo régimen castrocomunista de Maduro, fueran desechadas en aras de unas elecciones limpias y transparentes? ¿En qué elecciones pensaba la MUD? ¿Por qué razón el mismo régimen que asesinara a 200 jóvenes que protestaban contra la violencia dictatorial y ha sumido en la más espantosa crisis humanitaria a millones y millones de venezolanos habría de hacerse un mea culpa, reconocer sus delitos de lesa humanidad y mostrarse dispuesto a volverse al redil de la convivencia pacífica, reconocer la vigencia de la Constitución, su propia Constitución y prepararse a un traspaso pacífico y humanitario de poderes? ¿Por qué los culpables urbi et orbi de delitos penados internacionalmente con las más duras penas, incluso la muerte, habrían de aceptar entregarse con las manos esposadas al rigor de la justicia internacional, al Tribunal Internacional de La Haya y someterse al Estatuto de Roma? ¿O es que en Santo Domingo, más que de negociar unas elecciones limpias y transparentes se trataba de encontrar una fórmula de amnistía universal que les garantizara a los responsables de haber traficado millones de kilos de cocaína, haber lavado miles de millones de dólares y haber cometido los más sucios crímenes contra los derechos humanos, pasando por encima del más sacrosanto respeto a la defensa humanitaria ante los peores crímenes de la humanidad: el narcotráfico, el terrorismo, la persecución y el asesinato de jóvenes indefensos? ¿La muerte por inanición, hambre, desnutrición y carencia de atención hospitalaria y medicinas de infantes recién nacidos, niños, adultos y ancianos? ¿Se pretendía obviar y dejar sin castigo el rechazo oficial de las autoridades de gobierno a abrir canales humanitarios para permitir el socorro con alimentos y medicinas reclamados a gritos por un pueblo desesperado? ¿Habíamos topado con la piedra de tranca del arreglismo politiquero al uso, ya tan clásicamente venezolano?

¿Qué capacitación profesional y política tuvieron los llamados asesores que ocultaron todas estas elementales observaciones para hacer posible ese inútil encuentro, estéril pero pecaminoso, que ha congelado el tiempo del rechazo, la acción y la protesta, permitiéndole al régimen un tiempo precioso para tratar de terminar por estrangularnos?

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Contrasta la celeridad con que el régimen acuerda sus medidas retaliativas, precipita sus decisiones e impone sus líneas de acción totalitaria, contando siempre con la complicidad de sus pares, entre ellos el ex presidente Zapatero, con la exasperante lentitud con que la dirigencia de la llamada MUD se deja manosear, empujar  y encarcelar por la dictadura, mientras reconoce a media sus errores, cuando los reconoce, que no suele ser el caso; responde apenas y a medias los desafíos de la tiranía con sus propias decisiones, retarda las respuestas que el pueblo democrático espera con una paciencia infinita, se hace la desentendida. Esa lentitud transmite un mensaje equívoco y extremadamente negativo y peligroso: le hace creer al dictador que no hay en el seno del pueblo venezolano la resuelta voluntad de confrontarlo, de oponérsele, de llegar al único extremo políticamente posible a estas alturas del partido: desalojarlo. Con todas las fuerzas a nuestro alcance, “a la buena o a la brava”, como solía decir Rómulo Betancourt ante la necesidad de desalojar a Marcos Pérez Jiménez, incluso con los medios de una intervención internacional humanitaria, que solo espera nuestra aquiescencia para volverse realidad inmediata. Indiferente a lo que puedan pensar en sus intimidades las cancillerías de la región, que solo los venezolanos sabemos verdaderamente y a plenitud dónde nos aprieta el zapato. Y nadie, más que nosotros, los propios venezolanos, somos los llamados a decidir las acciones necesarias para concurrir a nuestro propio salvamento.

La mujer del César, decía el viejo refrán, no solo debe serlo: debe parecerlo. ¿Cómo aceptar que personajes de medio pelo, sin ningún verdadero poder de representación nacional, oportunistas de la primera hora, negociantes y hombres de paja encapillados, tránsfugas  y quinta columnas del chavismo o politicastros fracasados en viejas pugnas de nuestra prehistoria tuerzan la voluntad absolutamente mayoritaria de nuestro pueblo y corran a legitimar una farsa electoral, último y desesperado recurso de un régimen que boquea al borde de su tumba? ¿Cómo es posible que lo poco que aún resta de noble política en el seno de los viejos y nuevos partidos no les salgan al paso y los condenen al basurero de la historia? ¿Cómo promover y luego despreciar la magnífica participación del pueblo en el plebiscito del 16 de julio, mientras se acata el siniestro fraude que parió el esperpento de la malhadada constituyente y se acepta participar en las presidenciales por ella convocada?

Es la hora de la verdad. Es la hora de reconocer la profundidad del mal y de alzarnos, obedeciendo a nuestro deber moral, con todas nuestras fuerzas, contra la tiranía y la maldad. Es la hora de salir en defensa de nuestra patria, que será la patria de nuestros hijos y nietos. Por ella, bien vale dar la vida. Así quienes tengan la grandeza de ofrendarla, como Oscar Pérez, sean unos pobres ángeles solitarios que jamás aprendieron el lenguaje de la componenda. Tan caro a nuestras dirigencias.


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