I

A veces es difícil responder al optimismo. Más cuando es el pesimismo el que golpea a la ventana. Cualquier cosa que pueda contarles esta semana es tan cotidiana que estoy segura de que ya la deben haber vivido. La cotidianidad terrible, de espanto.

A poco más de una semana de la siguiente farsa maduchavista, lo menos que le preocupa al venezolano común (no enchufado) es por quién votar. Por eso me parece un chiste la campaña electoral.

En este país los expertos en Ciencias Políticas y en campañas electorales podrían hacer un estudio de campo bastante interesante: un proceso comicial basado en la mentira llana, escueta, desnuda, sin disfraz.

Uno ofrece lo que no ha podido cumplir. O más aún, lo que no tiene, porque no hay manera de que la debacle que los desgobernantes ocasionaron les siga proveyendo para mantenerse en el poder.

Otros ofrecen lo que saben que no van a cumplir, porque tienen tanto rabo de paja y hay tanta candela que es imposible que mantengan un discurso real, ni siquiera cuando aseguran que se dedicarán a darle un giro al timón.

II

En medio de esta debacle lo que veo por las calles es gente de todo tipo deambulando con potes, pipotes, botellones para cargar agua. Algún afortunado lleva lo que pudo comprar en el supermercado y su cara es reflejo auténtico de que va sacando cuentas a ver cómo reparte entre su familia el producto de una quincena de trabajo.

Hay quienes llegan cansados a la oficina porque tuvieron que atravesar la ciudad a pie para ir a su trabajo; o se vinieron en el Metro y el gentío y la falta de aire acondicionado les hizo casi desmayarse. Los hay que vienen pensando de dónde sacarán los casi 50.000 bolívares ­–de los fuertes que ahora quieren mutilar para llamarlos soberanos­– que necesitan para pagar el transporte de regreso hasta su casa. Habrá el que se montó en la parte trasera de un camión de carga porque tuvo la suerte de estar en el punto preciso a la hora precisa.

Los fines de semana ya no hay obreros celebrando la paga con unas cervezas, no hay música ni almuerzos en familia (ni para el Día de la Madre), no hay tardes de cine ni de paseos.

Que conste que hablo de la gente normal, porque de sobra sé que todavía hay enchufados que gastan semanalmente 15 millones en queso y jamón. Pero hasta los empleados públicos reclaman que el plato de comida que les dan es pura bazofia.

III

Me he cansado de corregir este error en las redes sociales. Cada vez que veo un titular con esta palabra salto y brinco, muchos de mis colegas han sido testigos de mi molestia. Todos somos humanos y cometemos errores, pero como editora formada con Ramón Hernández internalicé que el español es tan rico y diverso que tiene una palabra correcta para cada cosa. Entonces, ¿por qué no respetar los significados?

Abatido, da: dicho de una persona decaída, sin ánimo. Propio de una persona abatida. Ánimo abatido.

Esto lo dice la Real Academia, no yo. Sí, es posible que por la acción de un tercero alguien pueda sentirse abatido, porque también es un verbo, que solo en su cuarta acepción significa quitarle la vida a alguien. (Por favor, usemos siempre las palabras por su primera acepción, quizás la segunda).

Abatir: derribar algo, derrocarlo, echarlo por tierra. Hacer que algo caiga o descienda. Hacer perder a alguien el ánimo, las fuerzas, el vigor. Humillar a alguien.

Sabemos quién es en este caso el tercero que nos causa el abatimiento. No tengo que decirlo, porque además tiene mucha ayuda.

Es el mismo que bombardea Internet con una campaña electoral que debe haber contratado en dólares. ¡Sale hasta en el juego de Candy Crush! Y no entiendo por qué, porque esta zozobra, esta tristeza, es porque tengo la certeza de que va a “ganar”. ¿No, Tibi?


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