Se me acercó con la respetuosa altanería de los adolescentes bajo el socialismo bolivariano y me dijo: “¡Ya se acabó el tú y yo! ¡Ahora es yo y tú!”. Desconcertado, atiné a tartamudear: ¿Qué quieres decir con eso? Y sin que se moviera un solo músculo de una cara que no parecía haber visto el desayuno ni el almuerzo reiteró: “¡Eso mismo, que ya no tengo que decirle pase usted primero, porque primero paso yo!”.

Estaba asistiendo, creo yo, al último asomo de sana convivencia de un país que lentamente se ha venido al suelo. No todo él porque todavía siguen maltrechos pero con vida el estado Monagas, el estado Miranda (no sé si Cojedes) y no han sucumbido a la diáspora ni los Andes, la cordillera de la costa y mucho menos los esteros de Camaguán.

Inexorablemente, el país venezolano se ha despedazado. ¡Ha dejado de ser! Se ha convertido en un vestigio, una mala memoria, ¡una ruina! Si llegara a verse en un espejo no se reconocería en la figura andrajosa y espectral que le ofrecerá la lámina azogada. Sería enfrentar su propia muerte si intentara verse en el lado opuesto y ciego, del mismo espejo; ese lado al que se le prohíbe mostrar el porvenir porque se vería igual o peor. Con seguridad, se vería más humillado, más estragado.

¡Yo y tú! La nueva expresión pone fin a una larga tradición de cultura ciudadana, de comportamiento cívico y de simple respeto humano. Apartarse y ceder el paso cuando es necesario hacerlo, decir buenos días o buenas tardes, estrechar la mano o mover ligeramente la cabeza al saludar. Anteponer el yo y dejar que el tú caiga por el despeñadero significa establecer como norma de conducta la ausencia de solidaridad. Para los que han llegado tarde, solidaridad es hacer mías las preocupaciones ajenas; es adhesión, sostener una creencia común. Compartir. Mantener a raya la impetuosidad del ego; vivir en armonía. Pero en el  momento actual no compartimos ni siquiera el trozo de yuca del almuerzo porque “es lo único que tengo para distraer el hambre”.

El yo y luego el tú se evidenciaron durante los enfrentamientos del Mundial de Fútbol. Espectacularmente, el ariete, esto es, el centro delantero anota un gol.  Pero la hazaña es el resultado de un cálculo, de una estrategia ensayada una y otra vez en los entrenamientos. Es una jugada maestra realizada dentro del espíritu deportivo y la organización de un equipo que opera como una implacable maquinaria ofensiva. Pero la enervante euforia del jugador después de superar al guardameta no se dirige hacia el  equipo sino que corre alocadamente con los brazos abiertos, bailoteando o dando volteretas de circo  para entregarse al rugido aprobatorio de las tribunas. Es el Yo que ignora al tú. ¡El ego desbordado! Y los compañeros corren detrás para encimársele, estrujarlo, besarlo. ¡La alegría del triunfo! 

Al día siguiente, durante la rueda de prensa, el crack con tono aburrido y monocorde suelta impunemente la mentira de que para él está primero el equipo antes que la gloria de haber triunfado y los deseos de ganar.

Es fácil explicar la falsedad de la confesión si consideramos que la celebridad del número diez en la camiseta  gana millardos, tiene como novia a una modelo de pasarela, yate y avión particular y seguramente está más blindado en sus finanzas que muchos de los compañeros que no tienen la misma oportunidad de anotar goles.

Todos tenemos y cultivamos un Yo. El mío, debe ser enano si se le compara con el desmesurado ego de algunos amigos y relacionados. El Yo es controlable. Admito que es difícil mantenerlo dentro de ciertos límites. Es como mantener aherrojado al Chávez que todos llevamos dentro, al fascista que aletea en las profundidades de nuestras almas. 

Es cierto que tenemos la llave que abre los cerrojos. Reside en cada uno  de nosotros la libertad de abrirlos o mantenerlos cerrados. La lista de los que en el país venezolano y en el resto del mundo decidieron abrirlos es larga y ha sido mucho el agobio y el desamparo que han causado sus egos al sentirse libres y amparados en las ideologías, los ejércitos y las autocracias.

El hecho lamentable es que los venezolanos hemos perdido no solo el honor y la dignidad sino que en nuestra escala de valores, allí donde el dinero y la ambición ocupaban un lugar aceptable es, contrariamente, el dinero el que ocupa el único lugar. El ofuscamiento que producía el “¡quítate tú para ponerme yo” se ha convertido en un simple y arbitrario “¡aquí me pongo yo!”. En la hora bolivariana del hambre, los agobios, el desaliento, la mediocridad instalada a juro en Miraflores y la tragedia de la diáspora, seguimos en lo mismo: ¡Yo y tú, pero hambrientos!

Sé que estoy trillando en el campo exclusivo del lugar común, pero ¿no es aterrador que el lugar común ocupe el espacio donde antes prevalecieron los esclarecimientos? Algún día volveremos a mirarnos a los ojos y no a la bolsa de comida que alguien carga de la mano. ¡Los perros humanos no hurgarán más en las basuras! Volveremos al Teresa Carreño y visitaremos nuevamente los museos porque ofrecerán espectáculos y exposiciones dentro de una estimable programación. Renacerán las plazas, caminaremos por las calles después de las 6:00 de la tarde, volverán a crecer los árboles; no existirá la Guardia Nacional, los soldados regresarán a sus cuarteles a rumiar sus estériles obediencias y la vida civil reanudará su curso sin temor a que nos asesinen en la calle.

¡Y volveremos a tratarnos de tú y yo!


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