El título de este artículo refleja cabalmente la disyuntiva que vive el país por estos días. Después de las elecciones del 20-5, lo acontecido revela palmariamente que la Venezuela de hoy es un país dividido, gobernado por una pretensión hegemónica que ignora a los millones de ciudadanos que no sufragaron o que no lo hicieron a favor de un régimen que pretende imponer un modelo de sociedad radical en la cual un grupo, detentando un poder circunstancial y fuertemente cuestionado en su legitimidad política, trata de rechazar, prescindir y desconocer la nueva diversidad del país que surgió de esa farsa electoral y que representa a casi 90% del electorado. El gobierno no pudo ni logró alcanzar en esa “mamarrachada” electoral la mayoría aplastante que pretendía y ahora amenaza a la disidencia con la posibilidad de abrir un proceso inconstitucional para tratar de imponer, por otras vías, lo que no pudo lograr en las urnas de votación, a pesar de las perversas artimañas que utilizó para tal fin.

El debate está sobre la mesa, pues la pretendida radicalización del modelo gubernamental, entendido como proceso, no puede dar lugar a dubitaciones e improvisaciones de nuestra parte, ya que son muchos los actores e intereses que están en juego. Por ello, este es un tema que no se puede ignorar y debe discutirse en todos los escenarios posibles y con la inclusión de la mayor parte de sectores sociales, donde se exponga la visión de cada uno para procurar un consenso real vinculante que refleje la complejidad de la sociedad que se enfrenta al proceso, y el peso de nuestras razones para oponernos a tan descabellada pretensión. Los odios ideológicos, los recelos y el miedo, deben ser excluidos de nuestro talante; hay que trabajar unitariamente en la construcción de un nuevo consenso social de respeto a los derechos humanos y reconocimiento del disenso, promoviendo la comprensión mutua, la tolerancia, el respeto y posibilidades de desarrollo.

La convivencia nacional se ha visto deteriorada por el discurso gubernamental que ensalza la violencia, la separación y un camino de destrucción de la realidad político-social. Maduro desempeña, premedita y conspicuamente el rol del agresor. No debemos ni podemos permitirlo porque lo que se impone, en esta difícil coyuntura en la que se encuentra el país, es organizar un proceso continuo de reconstrucción del tejido social y de instituciones legítimas y legales constituidas bajo un orden democrático estable. Es obligar al gobierno, con la fuerza que confiere una unidad férrea, hacer frente y detener la presente violencia política que irresponsablemente ha auspiciado, y proyectar con bases sólidas un futuro viable para todos. No es posible pensar en el avance de un proceso de desarrollo sustentable cuando no se reconoce la diversidad política. Entonces, las libertades e institucionalidad democrática alcanzadas se mostrarán insuficientes para abordar los problemas estructurales de fondo. Hay nuevos liderazgos que llaman a la búsqueda de soluciones expeditas, sin correlato por parte del gobierno; y comienzan a pasar nuevamente a primer plano las heridas nunca cicatrizadas de los anteriores enfrentamientos. La reconciliación parece ser nuestra única salida como país.

Promover una reconciliación supone por tanto: a) la edificación institucional de la democracia y el Estado de Derecho, b) el poder contar con instituciones políticas y judiciales respetadas y creíbles para la administración y solución de conflictos por vías no violentas, c) el haber llegado a un consenso sobre lo que no es aceptable promover y los medios que resulta inaceptable emplear para proteger los intereses propios, por legítimos que sean.

Asimismo, el régimen debe reconocer la dignidad y el estatus de las personas y grupos políticos disidentes y aceptar que son merecedores del pleno respeto y goce de sus derechos ciudadanos


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