Me regalaron la franela cuando tenía 11 años. Era negra azabache y tenía el nombre de un país estampado en letras doradas. A pesar del color del estampado, no era para nada extravagante, todo lo contrario: se adaptaba a las circunstancias del momento, podía ser elegante, deportiva, casual. Todo en uno. La tela, ni se diga, suave y liviana. En ese cumpleaños la mejor franela del mundo llegó a mí.

Durante años la utilicé mínimo dos veces por semana: “Ya Javier se va a poner la carne salada”, dice mi mamá, para referirse a una prenda de vestir que se utiliza frecuentemente. Las fotografías en las que salía parecían tomadas el mismo día porque no había momento importante en que no la llevara puesta.

Pasaron los años y la gente se acostumbró. El día que no llevaba la tradicional franela lucía “distinto”; era como ver a Karl Marx sin la barba o ver a la emblemática banda de rock Kiss sin maquillaje.

Hace unos años, cuando se podía, mi papá vendió la lavadora que teníamos para comprar otra, que iba a facilitar los quehaceres de la casa a todos los miembros de la familia. Al principio, pensaba que era mi imaginación, pero hasta hace poco fue que me di cuenta de las graves consecuencias de haber cambiado de aparato.

Mi novia, que no conoció mi época de adolescente, se me quedó mirando y me dijo:

— Amor, esa franela azul claro con esas letras blancas ya está como feíta. No deberías usarla más.

Mi reacción fue preguntarme: ¿Cuál franela azul? ¿Cuáles letras blancas? Mi mente, acostumbrada a ver a diario la misma ropita, no se había percatado que “la mejor franela del mundo”, “mi carne salada”, estaba desteñida hasta los tequeteques, tenía cuatro huecos y de paso estaba tan estirada que ya me parecía a un cantante de rap en plena Dieta de Maduro®.

La costumbre distorsiona la realidad y más cuando no se tienen referencias externas de lo que uno ve a diario y que se vuelven costumbre.

He escuchado desde que era un niño la frase “Venezuela es el mejor país del mundo” y otras cosas como “tenemos petróleo”, “aquí están las mujeres más hermosas”, “somos un país rico”; pare usted de contar esas frases soberbias que nos inculcaron desde pequeños.

Acostumbrados a lo bonito de la Venezuela de hace 20, 30 y 40 años fuimos creciendo con el chip de “somos ricos”,  sin caer en cuenta de la decadencia en la que poco a poco nos fuimos sumergiendo, tras mucho tiempo de mala administración política y social. Vino el lobo y nos comió; el lobo que nos advertía Arturo Uslar Pietri, el que se podía cazar con la famosa siembra del petróleo.

Una cosa es sentir amor y cariño por el país que forjó tu idiosincrasia; otra cosa es crearse una Venezuela imaginaria que está distorsionada, como la visión que yo tenía de mi franela favorita. Como cuando mi papá cambió de lavadora, cuando cambiamos de gobierno empezó el desgaste acelerado.

Ni recuerdos lúcidos quedan de aquel país que teníamos, que si bien nunca fue el mejor país del mundo, por lo menos el día a día de los venezolanos no se resumía en:

  • Trabajar para tratar de adquirir comida
  • Salir para tratar de conseguir transporte y poder trasladarse al trabajo
  • Caminar al no conseguir transporte
  • Tratar de conseguir agua para poder beber o bañarse
  • Intentar resguardarse de los malandros en la calle
  • Darse cuenta de que luego de trabajar todo el mes, tu sueldo no alcanza ni para un cartón de huevos
  • Vivir con la angustia de tratar de encontrar la medicina que tanto necesitan tus familiares
  • Tratar de tener algo de efectivo
  • Pensar en cuándo llegará la caja del CLAP
  • Lidiar con un país que poco a poco ha perdido su educación y tratar de no olvidar que la base de la sociedad es la cultura.

Antes de presumir mi franela recordé que estaba rota por el desgaste de una lavadora que resultó ser una estafa. Antes de sentirme orgulloso de ese trapito que llevaba puesto, me miré en el espejo y analicé la situación del estampado que dice “Venezuela”.

Aunque nunca fue cierto… sí, llegué a tener “la mejor franela del mundo”, la sigo amando y la quiero seguir usando por siempre, ¿pero de qué sirve ahora si no puedo ponérmela ni para ir a la esquina? La gente ya se acostumbró a verme con la ropa desgastada, pero creo que es hora de cambiar de lavadora o renovar mi ropa. Ninguna de las dos opciones son decisiones fáciles de cumplir.  


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