Acudo a mis recuerdos en mi primera aula universitaria para estudiar filosofía. Hablo del lejano lunes 2 de octubre de 1989. La charla de inducción fue en el aula A3-51 del edificio de aulas de la Universidad Católica Andrés Bello y allí comenzaba la historia que hoy les voy a contar para referirme al sentido y a la importancia que hallo en la labor educativa.

Yo había tenido un excelente profesor de Filosofía en 5to. Año de bachillerato en el Colegio San Vicente de Paúl de Barquisimeto que, casualmente, se llamaba como el capitán del Inter de Milán años después, Javier Zanetti. Gracias a sus clases de Descartes y a la pasión que nos transmitió el profesor Zanetti durante todo el año académico supe que quería estudiar filosofía, que no tenía ni idea de lo que era y que, peor aún, no sabía cómo explicarle a mis padres, mi padre ingeniero y mi madre químico, en qué consistía este saber al cual le quería dedicar la vida.

Lo primero que supe por experiencia propia es que si hay algo que define a la práctica filosófica es que no es sencillo aproximarse a los textos filosóficos, inclusive a los de los autores que nos atrapan y que por amor empático queremos comprender a toda costa. Esto es así porque al recorrer sus páginas, éstas nos parecen poco legibles, de difícil comprensión y rayando en lo absurdo por sus niveles de abstracción. El texto filosófico es un texto que se resiste y que nos exige obligarnos a seguir leyendo. Eso significa que nos son problemáticas sus páginas, inclusive, cuando éstas se expresan con claridad. Esto es así, por la densidad conceptual que desarrollan y por la vinculación misma que establecen entre sí las nociones expuestas.

Recordemos que en filosofía cada afirmación que hacemos debe ser sostenida mediante una cadena argumentativa rigurosa: a cada instante, no sólo admite sino que, más bien, reclama las preguntas con las cuales el quehacer filosófico se practica desde Tales de Mileto para acá, a saber, por qué afirmo “x”  y cómo he arribado a dicha afirmación. Es por ello que sostengo que los textos filosóficos son confiables, responsables, porque se hacen cargo de sus aseveraciones en el sentido de que los autores dan cuenta, en todo momento y a cada paso, de aquello que sostienen con razones que se derivan de su exposición.

De modo tal que el texto filosófico implica la pregunta, la interpelación y el cuestionamiento produciendo, en consecuencia, una distancia crítica con su lector: su lectura no produce la sensación de un fluir que te llevaría a pasar suave y delicadamente de una página a otra, más bien, nos interrumpe como lectores a cada paso, impidiéndonos el abandono, la entrega. Además, es un texto que condena la contradicción y exige la transparencia de la coherencia, por lo cual, es por definición analítico. Por todo lo anterior, se requiere de mucha pasión y de entrenamiento disciplinado si no queremos claudicar frente a las primeras lecturas de textos de filosofía porque, dada su complejidad, el texto filosófico rechaza siempre al lector poco entrenado, lo obliga a detenerse, a volver una y otra vez sobre sus pasos, a reflexionar, a regresar al párrafo anterior para lograr comprender y pasar al siguiente, a subrayar y a volver a subrayar sus líneas.

De modo tal que “para leer filosofía y no morir en el intento” se nos debe educar y enseñar el método para leer  textos de filosofía. Está en las manos del profesor de filosofía el entrenarnos para que nosotros alcancemos a leer textos filosóficos sin perdernos, reflexionando y actualizando su contenido. Recuerdo, con mezcla de nostalgia y plenitud, todas las aulas –empezando por la A3-51- en donde durante horas me explicaron línea por línea las razones de los autores, en donde los profesores resolvían con pasión, calma y seguridad líneas argumentativas que eran para mí laberintos irresolubles; laberintos en los cuales me perdía y que, gracias al acompañamiento y a la guía de los mismos, lograba salir fortalecida en comprensión y cada vez más preparada para dar mis propios pasos y poder encontrar así mi  propio territorio a través de mis propios caminos.

Es por ello que agradezco a todos los profesores que con tanto amor y dedicación me enseñaron a no abandonar, a no desesperar, a no renunciar frente a los textos de filosofía; textos en los cuales yo intuía la apertura de un mundo -de mi mundo- e intuía que, gracias a los mismos, iba yo a poder hacer algo productivo y valioso en el mundo, en nuestro mundo. Porque, a fin de cuentas, para leer filosofía hay que aprender a rumiar, como decía  Nietzsche a propósito de sus libros. Se requiere de la lectura paciente porque su asimilación es asunto de toda una vida que cambia la vida de aquél que la practica y profesa y la cambia para bien, revirtiéndose positivamente en sus relaciones más cercanas. Considero que la fortaleza espiritual se fragua en la rumia y que aprendemos en el incesante -y nunca acabado- ir y venir de los cuestionamientos que para ser libres hay que construir libertad y que, para alcanzar a construir libertad, tenemos que afrontar al mundo como un texto de filosofía que nunca hay que abandonar, ni tirar al piso, ni cerrar.

Construir libertad significa comprometerse con nuestros semejantes en la lucha por hacer de nuestro mundo un mundo más justo, equitativo e igualitario, en donde los Derechos Humanos sean la inspiración de cada una de nuestras elecciones y el norte a seguir de cada uno de nuestros pasos. Y sabemos que nuestro mundo se resiste a ello y, precisamente por ello, considero que hay que seguir intentándolo, no desfallecer; seguir intentando su transformación hacia mayores cuotas de Humanidad porque si no es por un camino que logramos auxiliar a los más vulnerables, se trata de hallar otro camino o de construirlo si es necesario. Es no abandonar a nuestro prójimo, seguir tejiendo lazos de solidaridad y aportar, desde nuestros oficios y saberes, nuestro granito de arena que contribuya a humanizar cada vez más a nuestra sociedad.

En mi caso particular, en la actualidad, cuando abordo los textos de filosofía en el aula con mis alumnos recuerdo la bondad de mis profesores y acompaño a cada uno de mis estudiantes hasta que juntos logremos la comprensión de los autores. Desde ellos y con ellos miramos y volvemos a mirar al mundo, una y otra vez, para comprenderlo y hallar en la reflexión compartida las ideas que nos permitirán intervenir en la sociedad en pro de los más vulnerables. No podemos abandonarlos en las manos de aquellos que quieren hacer de nuestro mundo, un mundo hostil reconciliado con las injusticias sociales. Interpretando textos de filosofía, subrayamos una y otra vez que no les vamos a abandonar, que vamos a seguir luchando, en el aula y más allá de ella, por un mundo con mayores cuotas de Humanidad, respeto y solidaridad para con los más necesitados de nuestra sociedad.

Muchas gracias por su gentil lectura y hasta la próxima entrega.

Este texto fue publicado originalmente en entreparéntesis


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