Es fácil recordar el ambiente y las sensaciones que arropaban el Universitario una tarde sabatina de enero de 2004. Jugaban Leones del Caracas y Caribes de Oriente, y el olor a nicotina no discriminaba entre amantes y aborrecidos. Gracias al cielo regularon poco después la fumadera en los estadios de la LVBP.

Bajar al borde de los dugouts era igual que abrir una historieta; podías ver a los héroes, olerlos y recordar tantas cosas que sabías de ellos. Así ve un niño a los hombres que, para él, son intachables, súper fuertes e inmortales.

Se podía observar cómo salían y entraban de sus guaridas. Caminaban Tomás Pérez, Pedro Swan, Jairo Ramos y Bob Abreu. Las barajitas, gorras y camisas eran blandidas con entusiasmo infantil por las voces que pedían a gritos unas letras para recordar el momento. Los elegidos levitaban y no les importaba el resultado final, ya se sentían victoriosos. Los ignorados salían con el corazón roto. Y luego, después de todo, el silencio. Ni siquiera la leyenda de Antonio Armas motivaba sonoro aullido de niñez.

“Antonio”, dijo un vozarrón que pareció venir de los parlantes del techo en vez del terreno, su verdadera procedencia. “Mira, yo quiero saber una cosa…”, siguió. La sangre golpeó mi estómago y rebotó hacia el pecho, en una danza que se repitió varias veces. Aunque parecía que yo era el único que me había fijado (pues el resto estaba atento si Henry Blanco saldría de sus aposentos), allí estaba Humberto Acosta, o eso era lo que yo creía.

Lo había escuchado muchas noches por la radio. “Feliz tarde, amigos y amigas”, retumbaba ronco y seguro. Por mucho tiempo escribió el único Tripleplay que era constante en el beisbol. Pero no lo imaginaba tan menudo y con hombros huesudos. Mi mirada lo siguió, aunque eso me costó una firma de Giovanni Carrara. Caminó de un lado a otro, siempre a las puertas de la cueva izquierda.

A riesgo de quedar en ridículo, solté un tímido y torpe: “Señor Humberto”. Al menos sí era él, pues fue el único que volteó. Por inercia bajé la camisa blanca y un bolígrafo negro. Él frunció el ceño. Supuse que aquello le resultaba tan extraño como le parecía a los otros niños. ¿Quién le iba a pedir un autógrafo a él, un hombre tan alejado de la estampa de un superhéroe, entre tantas estrellas uniformadas? De todas maneras se acercó. Eso fue un alivio.

“¿Cuál es tu nombre, mijo?”, preguntó sin levantar la mirada y de alguna forma lo entendí: El hombre que utilizaba las letras de una manera tan segura, estaba avergonzado. “Para Andriw de tu amigo, Humberto”, escribió tan rápido como si lo hubiese hecho en la libreta que tenía bajo el brazo.

Por 10 segundos aprendí a volar, no hay otra explicación para llegar tan rápido a mi puesto en la parte más alta de la tribuna. Olvidé que allí estaban los jugadores, la comida y que se celebraba un round robin. Solo quería decir una cosa: “Quiero escribir un día de beisbol”.

Humber no conoce la historia, aunque seguramente la lea cuando le envíe esta columna, como es mi costumbre. Estoy seguro que gracias a aquel gesto casi quince años después, y por el empuje de Jhonny Villarroel e Ignacio Serrano, me tocó escribir en el mismo espacio que él tuvo en El Nacional por tantos años.

Ha sido un bonito viaje escribir estas líneas. La vida da vueltas. Son tantas y tan vertiginosas que un niño y su héroe hoy pueden llamarse amigos. Por eso quien sabe si algún día usted y yo estemos conectados a través de una Línea entre dos.   


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