Por LUIS SEDGWICK BÁEZ

Conocí a Rodolfo Izaguirre mirando la televisión. Su voz me fue después familiar en la radio a través de los microprogramas con su figura, a lo lejos, por los predios de la Cinemateca Nacional donde fue presidente por más de 20 años. Nunca tuve el coraje de acercarme, quizás por timidez. Con los años y otros menesteres a cuesta hemos coincidido en algunos sitios, la mayoría relacionados con el cine. Amable y generoso siempre, un agudo sentido del humor y enorme inteligencia se esconden detrás de una simpática e inflexiva sonrisa. Estos rasgos se encuentran con prontitud y en tono fehaciente en una obra plena de rigor en lo investigativo, saludable en la crítica, oportuna en la escogencia de sus temas como una sabiduría que ha ido decantando con el tiempo

Un primer asalto de novela

Acercarse a Historia sentimental del cine americano, publicado en 1968, implica necesariamente un recogimiento intelectual y un respeto hacia un crítico y, ante todo, un escritor, de alguien que entabló conversación directa con él 20 años después. Esta dilucidación se afinca aún más por tratarse de un crítico que ha dejado estela, por la difusión de un cine por los cuatro vientos y que sigue permaneciendo al giorno en la cosa cinematográfica de nuestro país y del mundo.

“Un bandido asalta un tren”. Así comienza su primer ensayo (de cinco que componen el libro) como si estuviésemos leyendo una novela. En el ensayo “Las formas de un mito”, Izaguirre, que escribe como un gran novelista, analiza los comienzos del cine en los EE UU, remontándose al año de 1903, cuando Edwin Porter dirigió The great train robbery, considerado el creador del cine en ese país. Rodada en exteriores y con el vaquero como protagonista, esta particularidad pareció indicar, por ser ella su raíz, cómo se avizoraba el cine en los EE UU: una cinematografía incluyendo espacios abiertos y poblado por unos personajes ya considerados míticos (vaqueros convertidos luego en gangsters, aventureros, cyborgs). Por contrapartida, la introspección intimista, de inclinación europea, no cabe dentro del común denominador fílmico en los EE UU. Izaguirre pasa revista a los pioneros (Griffith, Chaplin, Mack, Sennett, DeMille y otros), cuyo enfoque sentará escuela a futuros directores. El concepto de Hollywood como un banco captador de ingresos fue sinónimo de los estudios de California y “desde entonces se comenzó a desconfiar de lo absolutamente original” para una aseveración que sigue siendo tan válida hoy como lo fue hace medio siglo. Pero la dialéctica en los mecanismos de control surge inevitablemente con el nacimiento de la televisión, su principal competidor, aquella caja pequeña que imaginaba Orwell y que formaría parte de nuestras vidas las 24 horas del día. “Gran parte del trabajador que se hace en Hollywood está destinado a la T.V.”, señalaba aquel gigante del cine Orson Welles, y siempre en roce con los megas estudios: “La T.V. avanza inexorablemente hacia el Oeste desalojando las salas de cine a través del país”.

Risas en la oscuridad

“En los caminos del absurdo”, Izaguirre nos circunscribe al indicar el impacto de los cómicos como parte de la idiosincrasia fílmica americana, figuras como Buster Keaton, los Hermanos Marx, Chaplin y Harold Lloyd. Sus rasgos como novelista siguen apreciándose en toda su obra en frases como ésta: “La batalla campal más famosa que hayan visto en el cine entra con ellos en la leyenda: la guerra de las tortas de crema que Laurel y Hardy filman frente a las cámaras de Hal Roach en 1927, The battle of the century, saludada por Henry Miller como ‘el film más extraordinario que se haya filmado nunca”.

Al pasar la página nos encontramos con las heroínas, aquellas vampiresas de la seducción, odaliscas del deseo y que son puntualizadas vis-á-vis con sus roles, apareciendo ante nosotros Marlene Dietrich, Theda Bara, Clara Bow y Carole Lombard en La belleza ideal de Greta Garbo, donde la diva sueca recibe un panegírico merecido como vestal primordial de la pantalla hasta su enclaustramiento posterior, oportuno e inteligente para convertirse, desde su negativa a seguir filmando, a ocupar un sitial dentro del panteón de las leyendas.

América marga era el título de un ciclo que a finales de los 50 se exhibía en el Club Universitario de Caracas, organizado por Alfredo Roffé, Sergio Baroni y el propio Izaguirre, que sentó época. Ahora con el título dado a un ensayo y convertido en un cuento corto por el arte de narrar de Izaguirre, Hollywood se corporiza en una metáfora como un tren que recorre el país desde una altura sin penetrar en las casas por donde pasa. “En Hollywood, salvo excepcionales ocasiones, no se ha hecho otra cosa que cruzar el país desde un tren elevado y mirar desde lejos sin penetrar en ellas las tristes y sórdidas habitaciones de los edificios del barrio con perspectiva poco certera, sin apresar la auténtica dimensión y dramática o jubilosa existencia de millones de seres”.

Necesitaríamos de un Woody Allen, un John Cassavettes, más tarde, para contrariar esta tendencia avasallante de ver el mundo como una gran escena al aire libre donde el cine supone ser diversión=rentable=todos salimos ganando y contentos.

La muerte imaginaria

En Verdadera y única protagonista: la muerte, nuestro amigo asoma la suerte del rebelde, del inconforme que se subleva contra el sistema, contra Hollywood: “Esa máquina implacable que crea y destroza vidas y hombres”, citando al escritor soviético Ilya Ehrebug y ejemplarizado en las vidas de Montgomery Clift y Marilyn Monroe, que murió “por haber aceptado ser un monstruo del cine”. La muerte, “ese lugar común”, como diría Tomás Eloy Martínez, es también percibido como sinónimo  de publicidad donde el actor o actriz deben regirse según patrones establecidos convirtiéndose en meros exponentes del arte del mogul titiritero. Este mismo punto, y visto bajo otra óptica, tal vez más optimista pues la inteligencia nos permite la objetivación de la reflexión y la capacidad de asociación que Izaguirre nos señala un cuarto de siglo después en el ensayo “Acechos de la imaginación”: “Hollywood ha sido la experiencia más gratificante, gloriosa, perversa y espléndida del siglo veinte y gracias a esta fábrica de sueños estamos vivos y continuamos adentrándonos en el lado oscuro cegado de los espejos y hemos hecho nuestro el lema del club de adoradores londinenses del Conde Drácula, ‘lo creo porque es imposible’. Este ensayo, de cinco que lo conforman, por el abate Bordelon en Francia en 1712 sobre temas fantásticos y esotéricos. Las películas mudas de los años 20 (la mayoría dentro del ámbito de ciencia ficción y otras de los 30 y 40 con datos inusitados como delirantes) cobran vida en la escritura de Izaguirre con felices asociaciones sobre el cine venezolano que “por extensión se ha negado sistemáticamente a explorar los espacios de la imaginación y de los sueños. Para decirlo de otro modo, carece de la imaginación necesaria para descubrir el prodigio oculto, las fuerzas del mito, las presencias que bullen detrás de los espejos”.

Puerta y memoria del universo

Su asistencia en el Festival de Cine Infantil en Puerto Ordaz, en 1989, sirvió de óbice para explayarse sobre lo que significa ser infante en un país donde el educador carece de las más mínimas nociones de educación, y esta actitud se ve reflejada en la posterior reacción de un niño ante la imagen en movimiento. Izaguirre funge como interlocutor ante un Pato Donald desconcertado, iniciándose un diálogo de profunda resonancia cultural y humanística: “Donald, la pelotita, y el universo audiovisual del niño latinoamericano”.

En otro ensayo, “El gato en el tejado, la bailarina en el diagonal”, como en una puesta en escena de Robert Wilson y música de Phillip Glass, Izaguirre nos permite visualizar el mundo de las danza en un recuento sobre las películas filmadas que facilitan al coreógrafo, gracias a las bondades audiovisuales, para que puedan tener “una memoria visual de la danza”. Agrega como colofón los documentales que sobre excelsas bailarinas (Zhandra Rodríguez, Sonia Sanoja, Hercilia López, Danza Hoy) se han filmado en Venezuela.

En “La acelerada vida de Simón Bolívar por los laberintos del cine”, Izaguirre hace uso de sus herramientas investigativas y de su prodigiosa memoria para la asociación, relatando los pasos en la filmación (unas fallidas, otras logradas) de cuánto film se ha tratado de realizar sobre el Libertador.

Otro de sus libros, Cine Venezolano, nos ofrece un paneo de lo acontecido en el país desde 1977 hasta 1983, la época más productiva, con sinopsis filmográficas de cada director, fichas técnicas e indispensables para una biblioteca de cinéfilos, estudiantes y estudiosos de la materia.

Cronista de una historia sentimental

Para un crítico y novelista (ganador del premio José Rafael Pocaterra por Alacranes) con un bagaje de más de 45 años dedicados a la escritura, a la reseña de películas, Izaguirre se aproxima a la celebración del primer centenario del cine con aliento fresco y sabiduría decantada. “Fuimos testigos de ese acontecimiento”, dice, a través del hilo telefónico, refiriéndose al descubrimiento del cinematógrafo, “de haber convertido la ilusión de la realidad en algo más sólido”. ¿Y el futuro?, preguntamos. “Incierto”, responde. Se acopla al planteamiento de Wim Wenders de que el cine se basa en un mecanismo del siglo XIX, pero ahora, después de tanto cabalgar, la imagen, en vísperas de un nuevo milenio, ha perdido credibilidad. Una característica que, aunada a una tecnología que crece en progresión geométrica, influirá notablemente en el sistema tradicional de la proyección de lo que seguirá siendo la imagen en movimiento.

Para Venezuela el cine significó un fenómeno sociológico pues permitió que el espectador se viera proyectado él mismo en la pantalla. Recuerda una tarde en Cumaná cuando preguntó a unas personas por qué hacían una cola y le contestaron que iban a ver Soy un delincuente, de Clemente de la Cerda, para “ver cómo  hablábamos nosotros”. Era un cine que adoptaba el cariz de un espejo visual y auditivo.

Izaguirre formó parte de aquel mítico movimiento El techo de la ballena, conformado primordialmente por pintores y escritores. De allí rememora, con afecto, la adopción de lo que se convertiría en su logo emblemático que representa a una ballena que sobresale del mar y encima a una niña-hada con un globo multicolor. Al ahondar en su significación, Izaguirre explica que la niña asumiría el rol de la belleza y la estética. La compañera de Jonás, el amor que todo lo vence. Virgilio que cantó al amor encima de todo obstáculo no estaría más que de acuerdo.


*Publicado originalmente en la revista Imagen #100-111. 1995.


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