Una ceguera a temprana edad apagó la luz de sus ojos. Un fortísimo dolor de cabeza hizo que las tinieblas se apoderaran de su mirada. Era el rapto ocular de un humilde niño campesino que correteaba por los polvorientos caminos. Un hecho desgraciado lo hizo flanco de consideraciones extremas. Sus familiares se esmeraron por tratar de ayudarlo.

Ese doloroso episodio no lo amilanó en su empeño de lograr un destino mejor. Fue aprendiendo a lidiar con su dificultad, tomado de un cayado de naranjillo iba guiándose por las voces hasta lograr manejarse en sus espacios originales. Cada día pintado con la opacidad que cerraba el paso al brillante cilicio solar. Se fue forjando huraño en medio del arreo de burros. Escuchaba el gorjeo de los pájaros y se los suponía con sus colores brillantes; fue haciéndose imaginación en los sucesos cotidianos. Dentro de su cerebro infantil, todo un mundo que anhelaba surgir para ir sustituyendo su incapacidad visual.

De tanto escuchar pájaros alegres que volaban desde el bosque, quiso imitarlos descubriendo la música. El destino la puso en la ruta de una sinfonía que le regaló un carretero.

Un hombre se recuesta a descansar debajo de un árbol. Al despertarse ve a un niño que viene con una larga estaca que le sirve como apoyo, inmediatamente se percata de su ceguera. Sacó de su bolso una sinfonía pequeña que hizo sonar repetidas veces. El niño Patricio se quedó en medio del camino, escuchando aquel sonido extraño, como extraído de una garganta de alguna ave trasnochada. Los burros  avanzaron entre los camburales, habían recorrido una gran distancia con sus cargas de café sobre sus lomos. El paso era cansino para lograr alcanzar el caserío.

A Patricio le gustaba andar con sus familiares para ir descubriéndose en los kilómetros que bostezaban angustias. Tal vez deseaba conseguirse en algún recodo de serranías profundas, tan lóbregas como sus ojos atrapados en la telaraña de las tinieblas.

En medio de sus profundas cavilaciones, un retumbo fue la invitación a la fantasía. El niño se quedó ensimismado, como cautivado por un sonido que lo invitaba a encontrarse consigo mismo. El hombre se levantó para preparar su carreta. Fue ordenando la carga sin darse cuenta de que el muchacho seguía en medio de la polvareda; volvió a tocar la sinfonía y observó cómo Patricio sonreía. La felicidad que irradiaba su rostro conmovió tanto al carretero que le regaló su sinfonía. La tomó entre las manos como buscando el sonido que emergía del pequeño instrumento. Llegó a su casa con una emoción desconocida, quizás pensaba que aquella sinfonía era un pájaro atrapado entre metales y madera, con sus alas heridas, como obligado a cantar hasta en el mundo de los ciegos.

Duaca en los ojos del alma

Sus ojos no pudieron observar la belleza del pueblo, sin embargo pudo sentirla en cada centímetro que transitó durante décadas, vestido con un raído paltó negro, con sombrero de igual color, iba por las calles tocando su sinfonía. Un grueso garrote lo acompañaba como mecanismo para disuadir las burlas de algunos parroquianos.

Después de recorrer las calles de Duaca se sentaba en algún banco de la plaza Bolívar, escuchaba las campanas de la iglesia San Juan Bautista. Colocaba el sombrero en el piso para esperar la colaboración de la gente. Aquello era todo un ritual que realizaba diariamente al caer la tarde.

La mañana la dedicaba a pasar por las pulperías. Desde Cacho e Venao hasta los predios del templo. Un largo periplo por la calle de comercio donde lograba que le dieran dinero; que usaba fundamentalmente para comprar chimó. Llegaba a las bodegas y pedía que le contaran “la renta”,  así llamaba al dinero recolectado.

Le encantaban la sardina en aceite de maní. Aquel producto  era su predilecto  en la pulpería de Juan Cambero, siempre le solicitaba tomates y cebollas para hacer una buena ensalada. Luego reposaba sobre los sacos de café. Sacaba su sinfonía para tocar piezas populares venezolanas. Allí pasaba un buen rato para proseguir su andar entre las sombras y las bromas de los jóvenes de la época. Tenía una gran capacidad para orientarse, pocas veces se equivocaba al llegar a cualquier pulpería, conocía a sus dueños entablando conversaciones cortas con cada uno de ellos.

Para todos, Patricio simbolizaba al personaje emblemático de la Duaca de entonces. Casi nadie conocía a sus familiares. Muy pocas veces hablaba de su origen campesino, generalmente comentaba los días en que perdió la visión, un martillante dolor de cabeza lo dejó ciego. Lo relataba sin ningún tipo de amargura. Su desventura no lo llenó de hiel, era un hombre complicado, pero afable cuando se le trataba con respeto. Se quitaba el sombrero en gesto de caballerosidad cuando se trataba de las damas.

En sus bolsillos lo acompañaba una estampita de San Juan. Era un devoto que pocas veces entraba a la iglesia. Siempre aguardaba en las afueras, jamás tocaba sinfonía en la hora de la homilía. Creía  que había que honrar la palabra de Dios, desde el silencio de su instrumento. Esperaba que la gente saliera de misa para recoger limosnas y tocar con emociones renovadas. Allí se confundía la sinfonía con la retreta dominical que se extendía un poco.  Hablamos de la Duaca de la década del cuarenta. Un pueblo trabajador que no se amilanaba ante las dificultades, esas coincidencias hicieron que ambas realidades se encontraran en el mismo rumbo.

Hallacas para Patricio

En las épocas decembrinas muchas de las familias duaqueñas tenían consideraciones con Patricio, le guardaban hallacas, chicha y dulces navideños. En las casas esperaban oír la sinfonía para salir a entregarle lo que con mucho amor compartían con él. Entendían que aquel hombre sin familia, solo contaba con la caridad cristiana duaqueña. El invidente agradecía con una sonrisa, eran los días de comer cosas tan distintas.

La Navidad en un pueblo de acendrada compenetración campesina, se respiraba con tranquilidad  y concordia. En las fechas más significativas de diciembre  buscaba ataviarse con su ropa menos gastada. En alguna oportunidad se vistió de paltó blanco. Solo eran pinceladas para volver al sombrío espejo que caracterizaba su vestimenta y visión.

Diciembre era la única época del año en que se trasnochaba para estar en la plaza a la hora de las misas de aguinaldo. Siempre permaneciendo en las afueras del templo, como un centinela meditabundo que llevaba sobre sus espaldas una gran misión. Como una atalaya humana que estaba allí; con un corazón que palpitaba a pesar de las dificultades. 

De certero garrotazo

Los personajes populares muchas veces son objeto de burlas por alguna condición física. Patricio no escapaba de la chanza diaria de seres inescrupulosos. El 24 de junio de 1941 Duaca celebraba el día del Santo Patrono San Juan Bautista. La plaza Bolívar estaba llena de público; que disfrutaba de una retreta con la Pequeña Mavare. El invidente merodeaba por los alrededores de la viñeta de la plaza. Un relojero de nombre José de Los Santos Gómez tocó el trasero de Patricio, este sacó violentamente un garrote que se estrelló en la frente del abusivo. Inmediatamente la policía se hizo presente llevándose al relojero por haberse metido con un buen hombre del pueblo. Lo encerraron por tres días en un calabozo a pan y agua. Luego tuvo que pasar una semana barriendo la plaza Bolívar, le colocaron un cartel en el pecho que rezaba: Por haberme metido con Patricio. Después del incidente el relojero recibió el rechazo de muchas personas. Su negocio se llenó de gente que se quejó por su cobarde acción. Querer lucirse delante de las damas le costó una fea herida en el rostro, paradójicamente esas hermosas mujeres fueron las que lo acusaron de inmoral, de tratar de humillar a un hombre decente. Patricio significaba un patrimonio viviente en una comunidad de puertas abiertas.  Por supuesto existían seres que se burlaban del ciego, lo parodiaban ubicándolo en los peores eslabones del ridículo. Pero este le pasaba por encima a sus artimañas: viviendo el cada día como si fuera el último. 

Los ojos de todos 

Patricio envejeció. Su rostro de ojos apagados se llenó de arrugas, fueron llegando las nuevas generaciones, mientras coleccionaba años en el álbum de la vida. Se fue haciendo misterioso. Como un antiguo alquimista fue encerrándose en su mundo de oscuridades, pasos más lerdos, pocos metros, para impedir que la fatiga asaltara al poco vigor que le quedaba.

Siempre con un viejo paltó y de sombrero por las calles adyacentes al templo. Era un testigo fundamental del paso del tiempo. Los viejos comercios de su juventud habían desaparecido. Ahora existían muchos automóviles que sustituyeron el arreo de burros. Los negocios con sacos de café solo quedaban en su fecunda imaginación. Posiblemente recordaba  sus tertulias con Juan Cambero, cuando disfrutaba de una sardina española con tomate y cebolla morada.

Aquel rincón donde dormía un rato ya era un abanico de recuerdos. El cariño de Duaca le brindó sus ojos. Observó con mayor claridad que muchos. Patricio lo hacía con el alma. Supo reconocer la bondad de manos generosas, también la maldad expelida en cántaros  de miseria humana.

La pequeña Perla del Norte le obsequió sus ojos para que aprendiera a mirar desde adentro. Que solo la brújula del corazón guiara su vida por los senderos de siempre…


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