El hombre arrastraba sus pasos comprando botellas. Un viejo carro de madera lo acompañaba por las calles de Duaca, su raído paltó negro se combinaba con un rostro curtido por los años y las dolorosas afrentas de la pobreza. Balbino Méndez no se amilanaba ante su complicadísima situación; jamás faltó un tímido saludo desde su voz de ultratumba. A veces algunos estudiantes de primaria se burlaban de su trabajo. Él los exhortaba a que contribuyeran con el ornato de la ciudad. En la estampa del pueblo sobresalía como heredero de aquel que tiene esculpida su alma con la esbeltez de una autenticidad de hierro. Para algunos parroquianos significaba un antiguo miembro de la legión de los desheredados, alguien que su pobreza no terminaba de aplastarlo. Cada paso lo ceñía ese amor que impulsaba sus ganas de vivir.

La historia de un pueblo noble

De su vida se tejían muchas historias. Un quijote en sus andanzas sobre el flacuchento rocinante de su alma. Un lúcido recuerdo de polvorientas calles llenas de vida errante; historias dibujadas en rostros curtidos por el sacrificio. De tanto comer pescado en lata, en las bodegas de Ambrosio Valera y Juan Cambero, le comenzaron a llamar Sardina. Duaca simbolizaba el encuentro de seres empujados por las ganas de construir un destino mejor. Más allá de la mirada escrutadora, los surcos benditos del Crespo, con banderas desplegadas de resplandor agrícola. Hombres sembrados en la semilla de barro ancestral. En aquellas manos la tierra entregó el tesoro de sus entrañas, las cosechas colocadas como en un inmenso desfiladero de vida, con ojos abiertos al cielo infinito.

Su reina en la ventana

María Bolivia Giménez era una anciana de 90 años que estaba impedida de caminar. Usaba unas muletas desteñidas que estaban en un rincón junto a sacos con botellas vacías de aguardiente. En aquella blanca nonagenaria quedaban antiguos rasgos de una belleza profunda, ojos melancólicos como relampagueantes luceros en el ecosistema de otras épocas. Balbino Méndez se las ingenió para conquistarla. Ella vivía en una casa de gente con cierto estatus económico, muy distinto a su realidad. Utilizando un sinfín de pretextos se aparecía por la casa haciendo de mandadero. Muchas veces limpiaba el patio o ayudaba en los quehaceres domésticos; llevando siempre un clavel rojo que dejaba en la ventana. Nunca olvidaba su trabajo de botellero en las calles de la Duaca polvorienta en la década de los cuarenta. Recorría las brumosas esquinas de una perla, para volver a mirar a su adorada en la ventana. Nadie supo cómo ocurrió, pero un buen día aquel joven desarreglado logró casarse con ella. La iglesia se vistió con la humildad de los contrayentes. María Bolivia estaba radiante: no le importaba su destino transformado en un rancho sin futuro, le apostaba al amor inmenso que se profesaban. Allí no existían grandes propiedades y apellidos de lustroso abolengo heráldico, solo dos seres que entendieron que su inmenso amor estaba más allá de las estrellas. Balbino se puso la única camisa que no estaba rota y unos zapatos italianos regalados por Pascualino Maiorana fueron sus compañeros por la nave central de la iglesia. Aquel retrato de la orfandad no amilanó a los contrayentes: para Balbino Méndez estar con ella era danzar en el paraíso, para María Bolivia no existía mayor príncipe azul que el botellero del pueblo. No hubo una gran fiesta, simplemente se amaron en un estrecho cuchitril, en donde carecían de lo más mínimo, pero en donde sobraba un amor de todos los tiempos.    

El fuego del romance sigue ardiendo

Los años no liquidaron su gran amor. Cada mañana María Bolivia esperaba a su príncipe azul en la puerta. Al acercarse le brillaban los ojos de emoción. Al llegar Balbino Méndez le daba un beso y le entregaba una flor, después compartían las conservas que elaboraba Manuela Zapata. No existía día en que Balbino Méndez no la rebosara de detalles. En alguna oportunidad le cantaba algunas estrofas de boleros famosos. Con gran dulzura la llevaba entre sus brazos para colocarla en la silla de ruedas, esa que llamaba el trono de su reina. Para muchos Balbino Méndez era un pobre diablo agobiado por el hambre, entre harapos de tez desaliñada. Ella, sin embargo, lo consideraba el gran amor de su vida. Un hombre que la hizo protagonizar la más hermosa historia posible. Juntos no les importaba su cruel realidad, lo fundamental era quererse. Casi todos los domingos iban a la iglesia. Era hermoso observarlos siempre iluminados por el brillo de su amor. Balbino la tomaba de la mano, ella lo observaba con el fulgor profundo de sus ojos negros de todos los tiempos. Cuando bajaban los escalones la tomaba de la cintura como quien sostiene a su reina. Justo cuando repicaban las campanas le decía palabras de amor como la primera vez.

Muere su gran amor…

Un buen día el corazón de María Bolivia se detuvo. Balbino Méndez la lloró profundamente, un gran dolor se atravesó en el invernadero de sus vidas. Buscó entre sus pertenencias una camisa blanca para encabezar el entierro de su amada. En las calles caminaba un hombre con el corazón destrozado, de sus labios no salieron palabras, el silencio se hizo ultratumba. Después volvió a las calles buscándola a ella en cada flor, siguió llevando un clavel en su bolsillo, quizás hablándole en cada noche de luciérnagas, no importaba su pobreza traducida en necesidad. Balbino Méndez estaba más allá del sueño de querer, ese amor indescriptible jamás moriría mientras el otro exista para honrar a quien no está.


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