Apuntes de una gastronomía personal

Mis primeras fijaciones gastronómicas están ligadas al día de mi cumpleaños que era regla celebrar con un almuerzo en familia. Días antes, mi madre me hacía la pregunta de lo que deseaba que me preparara. Durante años contesté lo mismo: polenta. Me refiero por supuesto a la caraqueña que es uno de nuestros platos bandera y que traduce muy bien eso que Armando Scannone describe como “los cuatro sabores fundamentales de la cocina: salado, agrio, picante y dulce, mezclados plácidamente”. Me crié en una familia donde era norma que la cocina fuese un patrimonio femenino. En la casa de mi abuela materna sucedía lo mismo. Mi abuelo era lo que podríamos entender como un gourmand. Antes de todo almuerzo tomaba dos vasos, tipo casquillo, de brandy que era la bebida de Venezuela antes de la llegada del whisky. Cuando terminaba de comer en la noche, al rato se inquietaba sobre lo que desayunaría. Mi abuela jamás cocinó nada ni pisó nunca un mercado pero dirigía muy bien y hasta hoy en día buena parte de los sabores que guardo en mi maleta de vida vienen de esa época germinal. Las hermanas de mi abuelo y mi bisabuelo vivieron en Francia en la segunda década del siglo XX y eran unas aventajadas cocineras. Conservo el libro de recetas personales de mi tía Rosa Belén Riera donde hay todo tipo de instrucciones de preparación para una isla flotante, suspiros de seso o pollo a la Anjou.

Puedo entrar en una casa y solo por los olores de la cocina, tengo la certeza de si vamos a comer bien o no. La sazón tanto de mi casa como la de mis abuelos era caraqueña, cosa que implica que las hallacas fuesen medio dulzonas, que al plato de sopa le agregábamos un trozo de aguacate, que comíamos mucho roast beef, pudines, quesillos, croquetas de pescado, asado negro, jalea de mango, la insustituible torta de pan, soufflés, pimentones rellenos, bollos rellenos de carne, chupe, queso de bola relleno, lengua, duraznos y ciruelas en almíbar, sopa de gallina, pastel de carne, gratenes, buñuelos, pastichos y etcétera. Siempre hubo sopa ante todo. Todo este ejercicio culinario era patrimonio de las casas y las familias, que no era nuestro caso, eran muy celosas en eso de compartir sus recetas.

Mi madre era muy buena cocinera y por supuesto hacía todas las compras familiares. Nosotros, sus hijos, la acompañábamos y supe que mi primera infancia había terminado cuando ya no me sentaron más al carrito del supermercado sino a mi hermano. Mi madre adquirió siempre la carne en un frigorífico que aún existe: el San Nicolás en la avenida principal de La Carlota donde aprendí cómo se ordenaba la carne y sus cortes que hacían que ningún rastro de grasa o de nervios pudieran colarse. Usualmente los almuerzos familiares los hacíamos los sábados porque indefectiblemente los domingos comíamos en restaurantes luego de asistir al concierto dominical de la Orquesta Sinfónica de Venezuela cuyo titular era Gonzalo Castellanos Yumar.

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Recientemente una señora me comentó que nunca nos dimos cuenta de que fuimos el mejor país del mundo desde los cuarenta hasta el viernes negro. De alguna forma está en lo cierto, más allá de toda efervescencia nacionalista. La inmigración europea trajo nuevos hábitos culinarios y universalizó la mesa del venezolano. Y los restaurantes fijaron el mapamundi de la cocina de fuera. De hecho la gastronomía venezolana salió de las casas después del “Viernes Negro”, comenzaron a fundarse establecimientos y a poner de relieve las costumbres de nuestra hechura. Sin embargo nunca he comido en sitio alguno, platillos como la olleta de gallo, la polvorosa de pollo o la mencionada e inolvidable polenta.

Gracias a la costumbre dominguera, estuve en contacto desde siempre con la cocina de otras latitudes. Invoco algunos restaurantes como el Frisco en Chacaíto, el Henri IV en la avenida Los Jabillos, el Tirol en la Florida, el Café Viena en el Pasaje Zingg al lado del edificio donde mi padre tenía su oficina, el Restaurant Francés del Bosque, Le Coq D’Or al que sigo asistiendo con una lealtad irrefrenable, el Cleopatra en El Bosque, el Mee Nam en Altamira, La Cigogne en Bello Monte y La Belle Époque. Comparto con mi amigo Alberto Soria que los comederos deben tener historial y que solo después de cinco años es que pueden demostrar algo. Con los sitios fundados por la inmigración en nuestro país, mi estómago logró convertirse en ecléctico para utilizar una frase del poeta Oliverio Girondo. Los viajes al exterior también ayudaron a reforzar esa cultura. Aun de niño, yo tenía una copa de vino para mí en los almuerzos y en los fines de año se nos asignaba una flauta de champaña de Reims. Mi padre tenía su compañía de construcción en Coro y viajábamos mucho hasta allá donde nos alojábamos en el Hotel Miranda de la Conahotu con un respetabilísimo restaurant donde se servía comida internacional. Tendría unos ocho años cuando mi papá descubrió en la cava una botella de 1927 a la que yo tuve acceso con mi copita. Iba a los bares con él y siempre pedía mi consabido fruit punch. Una tarde el barman malentendió la orden y creyó que yo había solicitado un ron punch. Aun así lo preparó. Después de haber tomado algunos sorbos, le comenté a mi padre que le habían puesto ron lo que implicó el decomiso inmediato del vaso y el comentario del barman: “Ya me parecía raro que le estuvieses dando caña al carajito”.

Me acostumbré desde muy temprano a apreciar las bondades de la cocina porque comer es un hecho gozoso y una fiesta irrepetible. Hace algunos años, mi amigo Ben Amí Fihman me invitó a colaborar en Cocina y Vino con una columna para reseñar libros gastronómicos. Ha sido una experiencia que le agradezco y que permitió darle estructura a mi educación gastronómica y de hallar las claves de comprensión que consagra al producto culinario como un contundente hecho cultural. Los años de Cata de libros sirvieron para avecindarme entre las páginas de Julio Camba, Brillat-Savarin, Santi Santamaría, la señora Fisher, Harold McGee, Andoni Adúriz, Néstor Luján, Manuel Vásquez Montalbán, Anthony Bourdain, Álvaro Cunqueiro y Alfonso Reyes, entre otros. Una de las conclusiones a las que se llegan sin más es que un plato resume la historia, el gusto, la geografía y la visión del mundo de los pueblos que lo componen. Que por ejemplo las salsas de la mesa francesa son un reflejo de su cartesianismo, una cerveza y una salchicha expresan la eficiencia alemana y un plato de pasta italiana es el resultado de un conglomerado que repite su telón de fondo con arreglo a las circunstancias del momento.

Todo aquel que aprecia la cocina debe aventurarse a darse sus preparados. Yo comencé con los sándwiches a los que sigo adorando en mi altar particular. Que lo sensato es conocer la autenticidad y el origen cultural de toda confección. Que la cocina de fusión es tan lamentable como la macdonalización globalizada. Que las recetas deben permanecer fieles a su origen. Que después de la mesa, viene la sobremesa y allí ejercemos nuestras conquistas civilizatorias. Que comer con modales confirma los rasgos de la decencia. Mis geografías culinarias preferidas son la francesa, la española, la mediterránea y nuestra cocina venezolana, a la manera de Caracas. Tengo favoritismo así mismo por la contundencia asiática y creo con Camba que la china es una mezcla sutil de venenos y contravenenos. Cada vez que me acomodo la servilleta ante la mesa doy gracias a la providencia de que lo que engullimos honra la fantástica evolución del gusto desde que salimos de aquellas frías y poco hospitalarias cavernas.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.

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