Cuando damos vuelta a la última página del libro La Meditación, de Miguel Marcotrigiano Luna, sentimos la certeza (la única que el libro nos permite) que detrás del poeta, fascinado por la exactitud de las palabras en correspondencia con su mundo sugestivo, hay un hombre desesperado y solitario que tiene el poder exorcizante de convertir su poesía en un corpus portador de una magistral carga existencial, donde las preguntas penden del hilo de lo no dicho: ¿Cómo mostrar entonces toda la dimensión del dolor desde la belleza del poema?

Es una poesía que se vuelve riesgo angustiante, vida vivida en el abismo, porque la zozobra que refleja es sintomática, es cotidiana, es un estado álmico minucioso que se desdibuja en imágenes de altísima factura poética.

De allí que se resista a ser explicada desde el aparato teórico que materializa el sentir, pues lo intangible no siempre se lleva bien con el análisis. Esa es la provocación más radical del poeta de La Meditación, quien ahíto de Ser, se enuncia despersonalizado en su dolor y se entrega a él. Es tan solo un escribiente, el hombre almado que traduce a su alter ego de carne y hueso, el  mismo que ama y muere, y ha visto los ojos de la muerte en su recorrido nihilista: el ancestral juego dicotómico entre la angustia, la incertidumbre, la resignación y la soledad en contraposición con el asombro de vivir.

Desde las páginas del libro, vislumbramos a un Miguel que busca permanentemente aquello que cree perdido: las relaciones amorosas, el tiempo, los amigos… tal vez por ello, frente al vacío que deja el presente (con todo y sus expectativas) el poeta se hace a la mar y se convierte en verdugo de sí mismo, a la deriva.

Y mientras leemos, somos como él, náufragos del devenir… con la esperanza solapada de vislumbrar una luz que encienda el oficio de decir lo sencillo, aprendiendo a deslastrarnos del arsenal de vanidades adquiridas en las ferias del ego que, con sus atrayentes trampas, abundan en la vida: la Academia, el campus literario y sus premiaciones a mansalva, el éxito exhibido como trofeo en las redes sociales… ¡tanta trampa corta tontos!, como decía aquella vieja canción del Grupo Acuario. Locura y muerte como viaje iniciático a la verdad desde lo profundis: el momento de la iluminación, la confrontación, la sensación de pérdida frente a la nada…

Marcotrigiano es un náufrago con conciencia de náufrago, sin desesperación por encontrar la tierra prometida. Más bien, pareciera disfrutar de la errancia, náufrago ocioso y pensante, habilitado con la doble llama, al decir de Octavio Paz, la del espíritu y la del fuego propiamente dicho, ésta última como la mejor opción para dejar entrar el humo del cigarrillo en los intersticios de su mente, mientras va a la deriva de sí.

Pero ese hombre que naufraga a voluntad, también tiene en su alter ego un niño… el mismo niño que lo ata a la vida desde su miedo a la oscuridad ─que es el mismo miedo a la muerte─  siempre acechando debajo de la cama, en forma de monstruo en medio de su ingrimitud y su pena por sentirse a expensas de lo desconocido… niño que de miedo le suenan los huesos del alma.

La oscuridad es una sombra inmensa que va cubriendo todo el libro: se acomoda entre los versos, es maullido y presagio atascado, es miedo sin salida, es el ojo que no ve pero que siente el ruido de las páginas pasar, como una suerte de segundero de reloj, perturbador silencio que se hace insostenible a Dios: cada página rasante es un sueño roto, una palabra en brasa lanzada al vacío del naufragio: el mar de fondo, la botella flotando en alta mar buscando un puerto para dejar salir gritos de sal y bilis de unos labios cosidos en la tempestad.

Mar, naufragio, bala tripulante, paciencia y tristeza ahora frente al niño-hombre solitario que aprendió a mimetizar con lluvia el sudor temeroso, el que compró todas las entradas al cine y se embelesó mirando a la luna ahogarse en la niebla. Es el vacío que reaparece una y otra vez a lo largo del poemario en forma de afirmación, en forma de interrogación, en forma de negación, en forma de plegaria, como los misterios dolorosos que enunciamos con las cuentas del rosario. Uno que otro objeto, como el control remoto de la TV, los libros de autoayuda, las palabras fáciles, la lectura de best sellers, la poesía anónima, sus almohadas con misiones diversas, los planes sin futuro “para el futuro”, los amigos consecuentes, lo apasionan, lo anestesian y aíslan de una realidad que, como él, también retiene líquidos, también circula mal…no le va, no le queda, no es su talla…

La Meditación es una intensa bitácora de lo irrecuperable: lo que no se toca, lo que no se nombra… el doloroso constructo que somos en relación a nosotros mismos y los otros, donde el sufrimiento que se trasmuta en escritura y viceversa.

Sustantiviza la existencia desde acepciones que hacen asociaciones predecibles (barcaza-muelle, noche-sombra, mar-vida, muerte-ceguera) para dar paso a las acciones donde la muerte ─que también rema a la deriva─ va camino hacia la misma muerte: Es la tormenta ansiada, el punto final…mientras la araña (¿dios?) hila la red que la vida teje: el jirón, la sílaba abandonada, el párpado y la boca… todo se desangra en el viaje oscuro.

Finalmente, la eternidad devora lo que somos y, poesía mediante, el ser humano medita apartando corazón y razón. Queda desnudo ante lo inconmensurable: sobreviene entonces la humildad de la renuncia y la confesión: el plexo solar como nido de la tristeza del poeta, cuyo dolor apuñala sin clemencia todas las certezas aprendidas.

Miguel sabe que en esta tierra el varón no llora; por eso espera la noche para hacerse del rincón y dejarse llevar por el río que es, en su confesión más cierta, la de la paz de las cenizas, imagen final que nos deja un penetrante olor a crematorio.

Hay que nacer suicida para reconocer al otro. Yo veo al hombre que coquetea con la muerte en un mar en el que se abandona, sin ponerse fecha en la carencia. Es capaz de dejarse llevar en el tiempo y el espacio porque sabe que es él quien pone sus puntos y sus íes… El ataúd es la barca náufraga, la muerte certera de las certidumbres, la última decisión dejada a la deriva, sin voluntad, que es otra manera de morir, de hacer suicidio, de cruzar la línea, de envolver el corazón sin tocarlo para que su hechizo no lo quiebre… porque el suicida no espera, flota en el entretiempo de la vida y la muerte, sin años que cumplir ni nada que celebrar, aunque nosotros hayamos venido hoy a celebrar su libro de poemas.

Los Teques, 14 de diciembre de 2017

Con información de una nota de prensa de Yurimia Boscán


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