¿Podemos perdonar dictadores?

Una sociedad que despierta del horror dictatorial enfrenta retos colosales. Cuando un país es vampirizado por la casta militar, creemos que un cambio de gobierno basta para acabar con la pesadilla. Suponemos que las cosas tomarán su rumbo natural, que los ciudadanos trabajarán juntos para reconstruir el país. Que la democracia y la libertad son faros de Alejandría hacia los cuales corremos todos, naturalmente. 

Los oprimidos albergan esperanzas. Creen que al pasar la página y tener elecciones libres, el país entero se reconciliará. Nada más alejado de la verdad. Como hijo de un exiliado de la dictadura uruguaya, crecí escuchando debates en torno al perdón de los colaboradores con la dictadura. Es duro admitirlo, pero un país que pretende avanzar debe renunciar a la justicia total. Esto es: encarcelar o juzgar a todos los partícipes de la dictadura. ¿Son todos los miembros del partido culpables de lo que padeció el país, desde los gobernantes, hasta los burócratas con carné del partido? ¿Dónde trazamos la raya? Es el Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt: un militar que sigue órdenes al reprimir manifestantes, ¿cuánta sangre tiene en sus manos?

Las sociedades deben aprender a perdonar, a aceptar la dictadura como parte intrínseca de su historia, si quieren avanzar. Seguir apegados al trauma nos ancla en el pasado. Ya lo dijo Nietzsche en su Segunda consideración intempestiva: la historia puede aplastar a un país y empujarlo a la inacción.

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Son argumentos asquerosos, lo sé. Es aceptar la injusticia, los crímenes impunes, los torturadores caminando libres por la ciudad. La política es el arte de construir palacios relucientes encima de montañas de cadáveres. Es así como aparecen leyes de “Amnistía”, de “Reconciliación nacional”, de “Perdón”; para que el Ejecutivo no destine más recursos a perseguir a los cómplices de un régimen decadente, superado.

Sin embargo, en el plano individual las cosas son muy diferentes. Ninguna ley puede obligarnos a perdonar. Los seres humanos tenemos el derecho a manifestar el oprobio más abyecto por los nefastos personajillos que se arriman a las dictaduras. La pregunta es al revés: ¿podemos perdonar a los protagonistas de las dictaduras? ¿Qué sucede cuando estos son miembros de nuestra familia?

El peruano Renato Cisneros (Lima, 1976) ataca esta pregunta en su novela La distancia que nos separa. Renato Cisneros no es cualquier hijo de vecina: es el hijo del “Gaucho” Cisneros, alto miembro de la dictadura militar, líder en la lucha contra Sendero Luminoso y punching ball preferido de la izquierda de ese país. Es intentando conocer a su padre que Cisneros, ahora pisando los cuarenta años, va a descubrir el rol de su padre durante la dictadura. “De lo único que ahora estoy seguro es de que no escribiré una novela sobre la vida de mi padre, sino más bien sobre la muerte de mi padre: sobre lo que esa muerte desencadenó y puso en evidencia”, nos dice en las primeras páginas.

La novela tarda en arrancar, ya que el autor destina una cuarta parte del libro a las relaciones familiares de los Cisneros. El “Gaucho” tenía dos familias, por lo que el propio Renato confronta su condición de hijo natural en estas primeras páginas. Sin embargo, cuando llegamos a los capítulos dedicados a su padre y su rol en el gobierno, nuestra paciencia se ve recompensada. El “Gaucho” Cisneros, al igual que muchos militares, es un conspirador nato. No hay gobierno que no haya soñado tumbar: democráticos o dictatoriales, Alan García o Fujimori, el “Gaucho” siempre urdía complots

“No le importaba amotinarse ante un jefe ni vulnerar las jerarquías siempre que se lo demandasen sus ideas y esa oscura convicción de estar predestinado a ser el líder de un ciclo político histórico, el militar todo poderoso, el caudillo omnipotente, el mandamás de la república con uniforme, capaz de imponer orden donde hiciese falta y de meter presos a los traidores y desleales al régimen, de mandarlos callar o, si era necesario enviarlos al destierro”.

Es el germen de los desmanes políticos en nuestro continente: el mito del gendarme necesario. Cuando los gobiernos civiles se descarrilan, nosotros no pensamos en salvar las instituciones o enderezar los entuertos con juicios. No: imploramos que vengan los militares “a poner orden”, como si la moral castrense estuviera por encima de los códigos sociales del país.

Justamente, es esa sed de orden y disciplina lo que va a llevar al “Gaucho” Cisneros a convertirse en uno de los personajes más odiados de la dictadura peruana. El “Gaucho” era implacable en todos los ámbitos, ya sea halagando a su hijo al llamarlo insecto (“era fuerte esa cucaracha”) o promoviendo los crímenes contra la humanidad (“si matamos a 60 personas y resulta que 4 son de Sendero Luminoso, esa ecuación me vale”). En otra entrevista, refiriéndose a los senderistas, dice, “¡A los terroristas hay que barrerlos, hay que matarlos sin asco! Después, a los que queden prisioneros, hay que sacarles información con cualquier procedimiento. Si allí deciden abrir la boca, recién podremos estar hablando de diálogo”.     

Es en el intento de reducir esa “distancia que nos separa” que el autor va conociendo los rasgos más agresivos de su padre. Asciende con rapidez los peldaños de la política nacional, hasta convertirse en Ministro del Interior. Era, como dice Renato Cisneros, “el ministro más duro en años que ya eran de por sí duros. Hablamos del setenta y cinco, del setenta y seis”. Peor aún, las desavenencias familiares, la dolorosa separación, convierten a una de las hijas del “Gaucho” en líder estudiantil. “Melania tiene veintidós (años), toca con la guitarra canciones de Silvio Rodríguez y guarda simpatías por la izquierda, o por alguna gente de izquierda. Un buen día se asimila al FREN, el Frente Revolucionario Estudiantil Nacional (…). Se enrola primero como integrante y escala poco a poco como activista, dirigente y llega finalmente a ser vocera”.

Tal vez la mejor escena del libro sea la confrontación entre Melania, que pide liberen a los estudiantes presos, y el “Gaucho”, Ministro del Interior que jamás da su brazo a torcer. Es un hombre de mármol, capaz de echar a la cárcel a su propia hija.

Como en todo régimen militar, el “Gaucho” acumula poder. Su perfil gana prominencia gracias a sus declaraciones infelices. Admirador de Tatcher y Kissinger, no escatima al decirle a los periódicos cosas como: “solo si los civiles se portan bien habrá transferencia de poder”, “yo no apreso a la gente con maldad, sino con firmeza” y “a mí nadie me doblega”, lo cual enfurece al presidente de la época.

El “Gaucho” termina execrado, fuera del gobierno. Su vida concluye de manera lamentable: enfermo, odiado y pobre. Porque si algo tiene el “Gaucho” Cisneros que es digno de admiración es que nunca robó. A diferencia de sus colegas, jamás se le hincharon los bolsillos.

“Quizá le faltó ser más astuto o mañoso o cínico, como varios de sus compañeros milicos y civiles que, mientras ocuparon cargos altos, hicieron cerros de dinero metiendo mano en las cajas de instituciones públicas”, explica su hijo.

Así, cuando desaparecen los guardaespaldas y los choferes de cargo, la vida de la familia Cisneros se derrumba. Los hijos salen a trabajar, el propio Renato Cisneros acaba friendo pollos en un KFC.

La distancia que nos separa nos muestra, al final de sus páginas, lo bajo que hemos caído en los estándares de lo que es honorable. Porque un militar recio, torturador y matón (aunque Renato Cisneros no indaga mucho en torno a esto), despierta compasión en nosotros ya que no robó. En eso, es muy diferente de otros gorilones que existen en América Latina, quienes terminan comprándose –diré algo descabellado, al azar– centros comerciales completos y empresas productoras de atún, por ejemplo.

¿Qué prefiere usted, el dengue o la fiebre aftosa? Así estamos en Venezuela: leer La distancia que nos separa nos hace descubrir un militar honorable. Es un personaje rudo, agresivo e implacable. Pero cuando entendemos que no robó ni un centavo, el “Gaucho” Cisneros se alza al panteón de los militares más responsables que hayamos conocido en nuestra historia reciente. ¿Qué prefiere usted, el dengue o la fiebre aftosa? Es difícil leer La distancia que nos separa sin pensar que, con unos cuantos “Gauchos” en Venezuela, habríamos podido evitar la escasez. En todo caso, el proceso de Renato Cisneros es algo que deberemos vivir todos, como sociedad, cuando empecemos a reconstruir el país.

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